“BALCÓN DE PIEDRAS” PUBLICA LA NOVELA “AMARGO DE ANGOSTURA” DE JOSÉ SIMÓN ESCALONA
LA PRIMERA NOVELA DE JOSÉ SIMÓN ESCALONA, SE PUBLICA POR PRIMERA VEZ, EN EL BLOG DENTRO DE NUESTRA PÁGINA WEB.
José Simón escalona publicó su primera novela literaria en 1997, 27 años después de la primera edición de PANAPO, la reproducimos para el disfrute de nuestros lectores, dentro del Blog en el aparte Balcón de Piedras, donde escribe nuestro director sus notas personales.
Javier Vidal escribió la presentación que reproducimos a continuación:
José Simón Escalona nació en Ciudad Bolívar (1954). En la región donde el soberbio Orinoco se estrecha, se constriñe, se aprieta, se reduce, se disminuye, se angosta… Angostura. Allí vivió hasta que la pubertad inició sus desandadas cargadas de pesadillas, temores, cuentos, mitos de una región más cerca de la selva que de la urbe. Ciudad fluvial alejada del mar y de las ondas hertzianas. Angostura está en la región oriental de Venezuela, luego fue parte de la antigua Nueva Andalucía, tierra conquistada por andaluces exagerados y alucinados enloquecidos por la búsqueda de El Dorado. Gritones y orilleros. Esa Angostura de José Simón ya no existe salvo para mentar al Congreso y al amargo que acompaña al Manhattan y al Cuba Libre, cócteles liminares para la buena conversa y el lúdico escarceo de la danza de salón. Amargo de Angostura es un relato compuesto por cuentos que van hilando con sencillez argumental dos idas o huidas de una ciudad que abandona su inocencia y sus cuentos y su historia patria. Dichos cuentos tienen un valor absoluto en su discurso y en su estructura. Ellos también cambian químicamente de valencia y se transforman en una novela cuyo argumento sólo es posible tejerlo en la mente del lúcido lector que entre la poesía de la descripción, el verismo de una narración cuya magia le pertenece al río y un diálogo descarnado, desprovisto de bozales semánticos, retrata gente que el tiempo ha ido borrando a pesar del progreso. La Piedra del Medio se ha quedado más sola que nunca, como la puta Sapoara, el Tío Chiquito y Camburelli y las tías muertas y Ambrosio y la esposa del profesor y el padre que huye con una biblioteca que se hunde por el peso de un censurado Oscar Wilde. Todo huye como el recuerdo de estos tiempos. Amargo de Angostura es el primer trabajo narrativo del Escalona dramaturgo y, como en sus dramas, vuelve a desnudarse frente a la familia, la ciudad y el país. Una descarada desnudez que ficciona dentro de sus mismos relatos. La máscara se descubre para mostrar “otra” máscara. No es un golpe de nostalgia. Es un aviso a la historia que vamos enterrando con el nuevo siglo. Un toque amargo para la memoria que podría endulzar el futuro.
"AMARGO DE ANGOSTURA"
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DE JOSE SIMON ESCALONA
LASCIATE OGNI SPERANZA,
VOI CH'ENTRATE.
DANTE (INFIERNO, III)
1
- ¡Podéis ir en paz!
La voz del cura se sentía inflamada. Una voz ronca, de trasnocho y enfermedad, cansada y vieja, que solo a fuerza de costumbre seguía saliendo de su garganta. Los ecos de la misa dominguera llenaban la iglesia y devolvían el sonido áspero de aquella voz que denunciaba dolor. La primera misa matutina no había sido la de otros domingos, el párroco desapareció en un santiamén del altar, y no hubo púlpito. Era un domingo que se presentía distinto, sin embargo, mirando en derredor, nadie parecía notar el cambio. Ahí estaban las mismas mujeres de todos los días, viejas que robaban a los gallos el anuncio del amanecer para correr insomnes a cuajar la penumbra de la iglesia grande. En los bancos, como manchas oscuras sobre un panorama sombrío, las mujeres rezaban, movían los labios y emitían sonidos vagos y cascados. Ahí estaban, flatulentas y legañosas, como si en tales humores, gases y susurros se desprendieran del pecado. Eructaban, babeaban y sudaban, envolviendo la Casa de Dios en un vaho hediondo, pegajoso, rancio, que hoy asfixiaba más que nunca, obligándola a buscar la salida. Corrió hasta la puerta lateral, nunca lo hacía por el portal de la nave principal.
- La puerta principal de las iglesias se hicieron para las
novias, no para las rezanderas que nunca vistieron de velo
blanco.
La brisa que venía del río le pegaba en la cara, y podía ver, despierta, saliendo de una pesadilla, huyendo de sus propios presentimientos, el ambiente de día domingo que dentro de poco plenaría la plaza mayor. Buscó asiento, necesitaba reponerse de esa impresión que la había asaltado tan de repente. Volvió a sentir la brisa del río, tibia, húmeda. Miró. La misma plaza, con sus estatuas representando a cada país bolivariano. Seguía mirando, esperaba, buscaba caras, algún niño con atuendo dominguero: trajecitos planchados, pantalones cortos, encajes y sombreritos. Así vestían a los hijos del profesor. Pero no llegaban los niños elegantes, tan distintos a los que, cada día en menos cantidad, iban al pequeño salón de clases cargando sus sillas enanas hechas de madera y cuero como única condición para que ella les tomara la tabla de sumar, restar, multiplicar y dividir bajo la amenaza del látigo que parecía mil lenguas de culebras.
- ¿Cómo estuvo la misa, maestra Fefa?
La sorprendió la voz chillona, enana, guardada y ululante que la sacó de cuajo de entre la ensoñación repentina que la tenía absorta mirando el vacío de la plaza como si estuviera contemplando un alegre y festivo día domingo cualquiera y que hoy no era el mismo.
Todos conocían y sabían quién era la maestra Fefa.
- Quien venga a Angostura y no conozca a la maestra Fefa, entonces ese pendejo ni siquiera vio el río.
Así repetía Fito, siempre ebrio.
Dos bolívares mensuales costaba la educación en la escuelita de la maestra. Los padres pasaban meses sin pagar, pidiéndole a la maestra que recibiera a los muchachos y que en cuanto tuvieran el dinero pagarían. Muchos han crecido, muchos se han graduado de bachiller, y hasta un doctor que como otros aún le deben más de un año de la mensualidad. Sin embargo, nada quebrantaba la vocación de la maestra, la del libro "Mantilla" con sus colores amarillo, azul y rojo como la bandera de los piojos. La educación para la maestra se reducía a tener una letra clara y bonita, saberse las tablas al derecho y al revés; m, e, mé, y enseñar que la disciplina y la letra entran con cuero.
- ¿Quiúbole, maestra? Repitió la misma voz.
Ella miró hacia todas partes tratando de descubrir desde donde venía el saludo. La plaza seguía desierta, nadie a su alrededor. Sintió que una mano le halaba la falda del camisón medio luto, que no varió nunca luego de la muerte de su hermana Paulita.
- ¡Guá, Chiquito ¿otra vez estas penando?
2
Ruidos confusos, miedosos de molestar, empeñados en esconderse entre el silencio nocturno, se colaban entre los sueños inenarrables. Sin esquivar las cobijas, entre el calorcito de las sábanas y la humedad de los orines infantiles, se revolvía buscando en la oscuridad de la habitación y la escenografía del sueño, de dónde provenían los ruidillos. Sonaban como guijarros dentro de una parapara, como rasguños de ratones atrapados en los cajones de la cómoda, como si una niña enferma, esquelética y muerta de hambre, hubiera perdido el orificio por donde le enseñaba el dedo a una bruja verrugosa. Los sonidos eran como los de la madrugadora maestra, y fue la primera idea que se asomó entre los atisbos de razon que surgen entre los sueños.
- La Maestra, esa debe ser la maestra Fefa.
Pero las pisadas no eran las mismas que se arrastraban por el suelo de cemento rústico de la casa vecina, en contraste al brillante y pulido concreto que laminaba cromado el piso de toda la casa sesenta y seis. Las pisadas eran seguras, no se arrastraban con pena, sino que parecían animadas a la búsqueda de la aventura, con el temblor propio del miedo a lo desconocido y la alegría de que todo cambio va a ser para mejor. Habían pisadas de hombre.
- Son las de mi papá.
Iban y venían y entre tiempo y tiempo chirriaba la puerta principal. Tenía un sonido como de cuento, mágico, aflautado y masónico, como todos los sonidos que emitía mi padre.
- Ya sé, nos vamos para el río.
Pero no recordaba que le midieran el traje de baño, ni la batica de felpa para protegerlo del frío, porque cuando se sale de ese río la brisa se encompincha para calarse hasta los huesos, y uno agarra friolera, estornudos y fiebres. A mí me gusta la sensación de la fiebre, y por un momento me detuve a pensar, entre los mismos sueños, si es posible que se piense, que a lo mejor tenía una fiebrecita tardía o tempranera, y que los ruidos y las especulaciones entre tinieblas era la falta del termómetro anal, era la necesidad de una enema, la búsqueda de alguna satisfacción. Pero no, escuchaba sotovoches como si estuvieran conspirando, o como si alguien se empeñara en asomarse por la ventana, una sombra que lo amenazaba entre sueños y pesadillas que se repetían igual que los amaneceres.
Seguían los sonidos como ánimas en pena.
3
El tío Chiquito era hijo de Lorenza, la costurera del pueblo. Hace ya muchos años, Lorenza había dado a luz a su único hijo varón, al que no tuvo tiempo de darle un nombre porque había nacido y muerto casi al mismo instante. La gente se congregó en la casa de la desconsolada modista. La salita estaba arreglada con las sillas plegadas a la pared, la pequeña urna blanca en el centro y un solo cirio.
- Porque a los niños no hay que prenderles muchas velas.
La gente sabía que Lorenza era creyente de las ánimas del purgatorio, y que éstas se habían llevado al niño al mismo momento del nacimiento, como si cobraran una deuda, o estuvieran ansiosas de llevarlo cargado en su chinchorro. La partera contaba ya en la acera de enfrente, en el zaguán, en el patio del gallinero, aquí o acullá, que cuando Lorenza estaba a punto de dar a luz, escuchó el rezo de las ánimas.
- Nosotros, cuando éramos vivos
andábamos, por estos caminos,
ahora, que estamos muertos,
vagamos, por estos desiertos.
Y estamos buscando al ángel que ha muerto.
La comadrona palidecía, cambiando el tono de voz en la última oración, enronqueciéndola y dando a la melodía punto y final, pues con un cantadito en las palabras, ora alargando las vocales "andaaaaabamos,..."; ora acentuando las rimas "...iiivos"
"...iiinos"; remedaba las voces de las ánimas. Las mujeres se persignaban y pasaban al saloncito funerario para ver al hermoso niño que parecía dormir en la canastilla que era a la vez urna.
- No era de este mundo.
- Igualito al niño Jesús.
- Es un ángel, por eso murió, demasiado perfecto, demasiado
bonito para venir a parar a este pueblo. Tienes que consolarte
Lorenza, tu hijo estará mejor entre los ángeles del cielo.
Se corrió la voz por toda Angostura, y fueron muchas las paregrinaciones que se hicieron para visitar al ángel que había nacido equivocadamente en este mundo. Los comentarios le atribuían poderes curativos al niñito y las mujeres empezaron a venir con sus hijos enfermos, que asombrosamente mejoraban al tocar las manitas frías del muertico. La casa por días se convirtió en altar de santico y Lorenza, a petición de las gentes, retrasaba el entierro de su angelito. Pasaron los días y la impresión de la gente crecía al ver que el niño continuaba intacto, rosadito, hermoso, con sus bucles dorados, con sus manitas de santo que Lorenza limpiaba con un pañal humedecido en agua bendita para borrar las huellas de la gente que lo tocaba. Lorenza era famosa por sus ensalmes que curaban el mal de ojo. Había aprendido un rezo de su abuela Adona y esta a su vez decía que se lo habían enseñado los indios, pasando el poder de la oración de generación en generación, pudiendo utilizarse solo para el bien y provecho de los inocentes.
- Paso a paso Jesús Cristo
sufrió un penar muy hondo
con una pesada cruz
llevada sobre los hombros.
Por ese Jesús sufrido
yo te pido Padre Eterno
uses tu Poder Divino
para curar a este enfermo.
Si sufre de mal de ojos
o lo aquejan otros males
Por Jesús Cristo te pido
pongas en él tus bondades.
Lorenza esperaba para enterrar a su crío con la esperanza de que el padre del niño, aquel italiano que había instalado su negocio en el Puerto de Santa Ana, cerquita de la famosa Casa Blohm, viniera a conocerlo. Pero no fue así. No vino, no apareció ni siquiera a curiosear, ni siquiera atraído por los decires que se habían extendido más allá de la región guayanesa. Lorenza tenía tres hijas, la mayor que era Caluisa, la más calladita Leti y la menor la catira Equín. Ellas ayudaban a su madre en sus tiempos libres, pues Caluisa atendía en el correo, Leticia se dedicaba a arreglar su ajuar y la consentida estudiaba en el colegio Fragachán, escuela Normal para señoritas. Las muchachas empezaron a hacer su vida cotidiana, a pesar de las visitas y saludaban al entrar al pequeño muerto como si estuviera vivo. Finalmente, agotada por el trajinar de todo el santo día, la noche, y hasta de madrugada, y apurada por lo económico, Lorenza se decidió a enterrar al niño. Por años en el cementerio continuó la romería de gente, dándole la vida de circo que acostumbraba la plaza Centurión, hasta que aquello se fue olvidando, como todo. Y todos olvidaron al ángel muerto, todos menos Lorenza y sus hijas, que mantuvieron impecable la pequeña sepultura, con flores frescas que llevaban cada mañana con el saludo al hermanito, al punto que cuando las muchachas tuvieron hijos, es decir, sólo Leti, y más tarde Equín, porque Caluisa no parió nunca, llevaban a sus hijitos al cementerio para que conocieran a su tío Chiquito, como quien hace una visita a un familiar muy querido y en perfecto estado de salud.
4
Aún en el ensueño se me ocurrió que una vez más recibía la visita de mi tío Chiquito. Sentado en la cama, con los pies descalzos sobre las sábanas, los pies azules chiquititos de mi tío y sus manitas rosadas y su cara de angelito troncho, parecía uno de los querubines que estaban pintados a los pies de la Vírgen de La Inmaculada Concepción, que estaba en el altar del cuarto de mi abuela.
La primera vez que hablé con mi Tío Chiquito, salí a contárselo a todo el mundo.
- Déjate de inventos, hijo.
- Ay, Dios mío, será que este muchacho tiene "la cosa" otra vez.
"La cosa" era como una maldición, una anomalía que ni siquiera tenía nombre. "La cosa" me visitaba regularmente,a veces el tío chiquito tenía que ver con la cosa, pero otras no, aparecía en mi cuarto, en el patio, entre los corotos de la mediagua del patio de tierra y mi tío Chiquito hablaba conmigo.
- En el mundo de los hombres vivos no hay libertad: todos están
recluidos en una soledad sin esperanzas. No aprendieron nunca a
construir sentimientos de solidaridad. Pero aquí sí. Aquí entre
los muertos existe la solidaridad porque todos somos iguales.
Aquí si hay felicidad, no hay miedo en la muerte.
Y se quedaba con los ojos cerrados, con una alegría y una sonrisa en los labios preciosos, que encantaba, al igual que el ritmo de sus dedos pulgares empeñados en dibujar círculos infinita, incansablemente, por siempre...
- Te digo que me habló, abuela.
- Yo creo que tú tienes la vis de tu tatarabuela, yo estoy
preparando un cuaderno, para que cuando me muera, guardes todas
las oraciones y seas tú el que herede los poderes.
- ¿Cuáles poderes, abuela?
- No me digas abuela, a mí no me gusta que me digas abuela, yo
soy tu Naní. Y los poderes, guá, mijo, son Los Poderes.
Y me enseñó la mano del Todopoderoso: una mano extendida que emergía de entre las nubes, con una herida roja en el medio de la palma de la mano, una herida humana, un orificio del cuerpo, igual pero en un sitio nuevo, era ombligo, era la cosita roja entre las piernas morenas de Eucaris, era el ojo macho en los cosos de los hijos de papamío, era el hueco enrojecido y ardoroso para envainar el termómetro, era nariz, era boca, mirada de enfermos. Ahí en el medio de aquella hermosa mano sin arrugas ni líneas, rosada y abierta, estaban todos los misterios, y sobre cada dedo una figura de santo, de hombres que se contaban con los cinco dedos de una sola mano nacida de las nubes alborotadas por el revoloteo de serafines y querubines que repetían el rostro de mi tio chiquito contándome de la muerte. Enamorándome.
5
Las manos de la maestra se cruzaron una, dos, tres, varias veces delante de su rostro, como si espantara mosquitos o abejorros y es que eso parecían hoy sus recuerdos, zumbaban a su alrededor. Estaba ahí, sentada en la plaza, mirando, esperando para mirar a los otros niños que debían haber llegado ya a la plaza. Sonaron las campanas del reloj de la catedral y nadie aparecería a festejar el día domingo, ni siquiera los vendedores de raspao de tamarindo endulzado con papelón.
- ¡Qué antojo el mío, debe ser el calor!
La maestra sintió que un sudor frío comenzaba a recorrer su cuerpo. Se levantó incómoda. Estaba cerca del paredón donde fusilaron a Piar.
- La Historia de Venezuela dice que este paredón de la iglesia no
existía, pero los agujeros de las balas aseguran que era la
misma pared. Todos los gobiernos han querido tapar los huecos,
pero al poco tiempo vuelven a abrirse. Para mí que Piar sigue
arrecho y un día de estos se aparece. Vaya usted a saber si el
espanto de la casa del muerto no será un centinela bajo las
órdenes de Piar.
Era un comentario famoso para la maestra, porque para ella y en general para los angostureños, la figura de Piar no estaba muerta. Hablar de Piar era cosa cercana y cada día que venía a la plaza veía como en una representación la escena del fusilamiento, todo igualito.
Piar no era de estas tierras, pero se había convertido en una roca más del promontorio de Angostura en la angostura del gran río. Piar tenía la misma fuerza del Libertador y estaba alzado. Una secta secreta, francmasona, porque según se dice los dos firmaban con los puntos en triángulo, y eso es señal masona; se reunía habitualmente en Angostura, donde estaba afincada una rancia aristocracia española-guayanesa, que veía con recelo los movimientos independentistas. No porque quisieran seguir siendo hijos de España, la Madre Patria, sino porque eran hijos de Guayana, de la selva, del agua, de la piedra, y querían proteger el escudo guayanés como una patria independiente, única, soberana, monárquica, templaria, francmasona y libérrima. Piar era el hombre. No buscaba alianzas ni Gran Colombia. Piar tenía sangre de príncipe, los ojos azules, la piel tostada y el corazón en Upata de Guayana. Piar era una mezcla perfecta, ni patiquín caraqueño, ni negro pata en el suelo. Piar buscaba reino, quería capital para Angostura, y los angostureños eran raza telúrica, eran raza de poder y capricho, de albedrío y propiedad, nada de andar rejuntándose con otros pueblos. Ese sentimiento lo animaron los curas catalanes que se asentaron, sectarios y anarquistas, por estos lados al sur del padre río.
- Nosotros somos nosotros y Piar es el hombre.
Pero el Hombre, quiso a capricho la Providencia que fuera otro, y ese fusiló a Piar y se limpió el camino.
- Maestra, déjese de eso, barájese esas ideas de la cabeza que si
alguien en el gobierno sospecha, no le voy a poder conseguir la
pensión, ni la ayuda para la escuelita.
Eso le repetía el profesor, pero ella le replicaba.
- Usted sabe tan bien como yo, profesor, que hasta el nombre de
Angostura nos lo cambiaron para que borráramos a Piar y a sus
intenciones, pero mientras viva un guayanés, Piar sigue
teniendo sitio.
- No se hable más.
Y callaba, y callan, pero la secta sigue existiendo. Existen los que saben dónde está la tumba de Piar por las flores blancas que brotan de la tierra bastarda y la paja seca. Existen los que todavía van a sentarse en la plaza y miran los agujeros de las balas que mataron a Piar, y la casita frente a la plaza hace eco de voces, fichas de juego y tijerazos de barbero que llenaron los días confiados donde estuvo preso. Existen los que ven la silueta del Libertador, detrás de la celosía que cubría el balcón, mirando sin una lágrima como caía el desobediente injuriado de traidor.
La maestra veía la escena, aunque ya la plaza no fuera la misma de aquella época, ni siquiera la que conoció cuando era una muchacha. El día de sus quince años había venido muy bien vestida a la plaza, también era domingo, pero había retreta, jóvenes con sombreros y bastones delgaditos que la seguían con la mirada. Había pisado cada escalón de la plaza entre miradas y sonrisas. Era una señorita, gustaba, sabía leer y escribir con buena ortografía y una impecable letra palmer, como le enseñó su propia madre; por eso, el lunes siguiente a sus quince años comenzó a dar clases, y aquellos primeros niños le enseñaron a ser maestra y una buena mamá, porque desde aquel día también nació ese anhelo ahora ya marchito, castigado por el hijo ajeno que hizo suyo, tan suyo como su propia amargura.
6
Un hombre enorme se había apostado desde hacía noches frente a nuestra casa. El hombrazo, se veía bañado por la luz mezquina y tiñosa del poste que cargaba como mulas un par de bultos. Se cuchicheaba en la calle, y mi padre parecía avergonzado. El hombre se agarraba con una mano la entrepierna, dejando evidencia de un bulto casi tan grande como el que pesaba sobre el mezquino y flacuchento poste; y con la otra mano acariciaba con igual fervor un hierro, tipo tubo, que parecía una pistola. El hombre no era policía caraota fría. El hombre era amenaza, y a veces entrometiéndose entre mis sueños el hombre hacía entrar un tubo negro, liso, brillante, por las rendijas de la celosía de mi cuarto, que escupía fuego.
- ¡Bicho!
Llegué a dormir una noche bajo la cama, hasta que el frío del suelo y el charco de mis propios orines, me empujaron hacia las sábanas.
- ¡Ahí está el hombre, morcito! Sigue parado bajo el poste - dijo mi madre en el desayuno - y por varios días la tensión del hombre no nos dejaba vivir. Ya el almuerzo sobre la mesa, a pesar del mantel siempre blanco y los platos de losa y los cubiertos plateados, no se acompañaba de los remansos de la tertulia, intelectual de mi padre, y siempre cotidiana de mamá. Un silencio pesaba sobre los pasteles de mi abuela, tanto, que la espuma de claras de huevos no parecía la misma.
Mi abuela se empeñaba en contarnos que los huevos eran un misterio, que su calidad natural dependía de la buena alimentación de la gallina, pero sobre todo de que a ellas les gustara el gallo del corral. Yo pensaba en la vida de gallo y en vez de alegrarme me atemorizaba, porque en otras conversaciones escuchaba que a mi padre le estaba pasando todo aquello por la vida de gallito que llevaba. Yo no entendía con claridad a qué se referían, pero por otra parte conocía la fama de mujeriego de papá, y sentía tanta lástima por él como por el pobre gallo del patio de tierra, que aunque se paseaba con la cabeza en alto y arrogante por delante de las gallinas, yo lo sentía triste, como ahora a papá avergonzado. No levantaba la cara de la mesa, ni hablaba con su tono fuerte y sabiondo, parecía concentrado en algo que había en el plato, que tampoco era la comida, la que llevaba a la boca con desgano. Yo entonces miré el plato, que tenía unas enredaderas de viñedos por las orillas, como cuadros medievales, unas especies de hojas parecidas a las del uvero del patio de tierra, o a las que se extendían por el piso del patillal. No encontraba razones para que estos grabados con puntos de un dorado lavado por las esponjas ensimismaran al profesor. Me concentré en las filigranas de los cubiertos, pequeños relieves en los mangos metálicos. Tampoco. Supuse que papá conocía tan bien como yo aquellos dibujos, muchas eran las horas de silencio y cabezas bajas, sobretodo cuando nos sentábamos los dos solos en la mesa, en la biblioteca, en alguna habitación, pues, relegados de las labores femeninas, como el tejido en macramé, el bordado de manteles, la elaboración de buñuelos o el arreglo de los vestidos de muñecas, que tanto me gustaba mirar; yo quedaba aislado de aquellas labores tan atractivas para acompañar a mi padre en los silencios infinitos, que ahora ocupaban también las comidas familiares y para colmo con el peso de la verguenza. La verguenza que empezaba a enseñorearse en mi pobre espíritu de niño. Como si la propia niñez fuera motivo de verguenza. Una verguenza más aterradora que la de mi padre, que al fin de cuentas parecía permisible...
- Porque el hombre es hombre y a veces no puede evitar la
tentación.
Una verguenza de soñar con el hombre apostado bajo el farol, una verguenza y a la vez una amenaza.
- ¡Un vainón!
7
- ¡Carajo! ese Fito si le echa vaina a la maestra. Anoche traía
una borrachera que se arrastraba por la acera, y debajo del
farol del frente de la casa de Fefa comenzó a gritarle: que le
diera sus reales, que él se había jodido mucho para
conseguirlos. El todo era que quería seguir tomando para
terminarse de emborrachar y acabar todos los centavos.
- ¡No me digas, Chepa! Comentó Elvira, que venía de la pulpería
de la esquina y se había parado frente a la puerta del caserón
noventa y nueve donde estaban sentadas Chepa y Clara.
- ¡Ay, mujer! Lo peor de todo - continuó Chepa - es que Fefa
salió con la correa en la mano y le cayó a cuerazos a Fito. Me
contó esta mañana la maestra que se ensució en los pantalones
del vergajazo que le asentó.
La maestra usaba una correa hecha de cuero que tenía flequillos en la punta. Arma y cetro, la usaba como medio para dominar a los alumnos y a Fito.
Fito era un muchacho realengo. Había nacido en El Manteco y su padre, un buscador de oro que venía de Brasil, era un hombre terrible. Le había hecho el hijo a una muchacha de la que nadie recordaba el nombre, y como según, la había conseguido con otro en la misma cama que le había comprado a un turco para amancebarse con gusto, los encerró en la habitación de la casa que le alquiló el minero a la mantecalera y les metió candela, a ella y al otro. La mujer y el amante murieron achicharrados. El muchachito, cuyo nombre era igual al del minero: Adolfo, y a quien todos le decían Fito por mezquineos hasta del diminutivo de Adolfito, contaba cinco años para aquel entonces, y como sea que el minero tuvo sospechas de que ni siquiera fuera su hijo, lo abandonó a la buena de Dios. El hombre huyó y nadie le hizo justicia. Fito se crió primero en la única iglesia del Manteco, y en cuanto pudo se escapó, decía el muchacho que el cura quería que hiciera cosas que no eran de hombres. Fito llegó a Angostura y al principio nadie le dió casa ni comida, mucho menos educación. Quería estudiar y se paraba todas las mañanas en la puerta de la escuelita de la maestra. No tenía sillita, ni papá ni mamá. La maestra empezó por darle un plato de comida, y Fito, como si fuera un perro, se cebó, hasta dormía en la puerta de la maestra. La ayudó a montar la trampa de los ratones, hasta una vez se apareció con una lata de cal y blanqueó la pared, y le escribió unas letras que decían escuela. Cuando en la mañana la maestra se asomó a ver porqué todo el mundo se paraba frente a la casa y se quedaban mirándola, se dio cuenta que Fito sonreía como quien recibe reconocimiento. Ese día terminó de entrar y se quedó. La maestra hizo todos los trámites para que se reconociera como su hijo, toda vez que veía en él buenos sentimientos, ganas de aprender, de trabajar, de ayudarla y quererla como a una madre. Pero la maestra se equivocó, Fito fue descubriendo su verdadera hechura, era mujeriego, pendenciero, flojo, borrachín y para colmo tenía un corazón de acero; eso sí, era bueno para manipular los sentimientos ajenos, y hacía lo que le daba la gana
con la pobre maestra, aunque ésta intentara enderezarlo a punta de cuero. Sin embargo, Fito creció, pues cuando llegó no era un niño, sino un muchacho con pelos allá abajo y todo, como comentaba Paulita, que al principio se opuso y que luego le dio hasta su propia cama para dormir. Fito creció y envejeció tan rápidamente que llegado un momento parecía el hermano mayor de la maestra; porque Fefa, por su piel de india heredada de los Pemones, su virginidad, y por capricho de la naturaleza, no parecía envejecer.a
- ¡Qué vaina, mujer, qué vaina tener un hijo tan viejo y tan
flojo como ese Fito de la maestra! Y eso que no lo parió,
porque sino se le caga encima a la pobre maestra.
- Eso lo tiene merecido por pendeja, ¿quién la mandó a criar
muchacho ajeno? Yo no, carajo, yo ni me casé ni salí a cuidarle
carajitos a nadie. Dijo Clara con un tono de triunfo sobre la
conversación.
Fito era un hombre enjuto, esmirriado, pequeñito, más arrugado que los billetes que Clara encaletaba entre las paredes.
Nunca sirvió para nada, aunque había aprendido algo de albañilería y lo que ganaba se lo tomaba en aguardiente, a menos que lo agarrara la maestra, que llegaba incluso a amarrarlo dentro de la casa y se oían en toda la cuadra los reclamos de Fito.
- ¡No joda, vieja pendeja! Tú no eres mi mamá para joderme la
vida. Déjame hacer lo que me dé mi perra gana, tú no tienes
nada que ver con eso. Y si es la pendeja de Paulita que deje de
joder con eso de que tú me quieres como mi mamá. Acaso un macho
te lo hizo alguna vez para que tú me parieras. Yo lo que quiero
es irme de esta casa con olor a cuca y culo de viejas y orine y
mierda de carajitos.
Fefa agarraba la correa y se cansaba dándole cuerazos a Fito, que sin poder desamarrarse, trataba de esquivar los golpes de la maestra. Cuando los dos quedaban exhaustos de tanto brinco y carrera, ella lo agarraba, lo desnudaba y lo metía bajo la regadera que estaba al aire libre en el traspatio, cerca del fogón, donde Paulita, después de cerrar la puerta desvencijada que separaba la casa del salón de la escuelita, seguía impávida aunque no cocinara nada. Los muchachitos de la escuelita se regocijaban viendo la escena por el cuenco vacío del cerrojo. Para ellos significaba cansancio en los brazos de la maestra, asegurándoles que esa tarde no les pegarían tan duro cuando dijeran que ocho por ocho era no sé.
- Mírales las bolas a Fito, parece que se le estuviera saliendo
la cagalera.
- Con los golpes de la maestra a cualquiera se le sale.
- ¿Viste? Tiene el pipí arrugadito.
- Yo no, ¿quieres verlo?
- Quiero que me lo metas.
- Bueno, vamos pal cuarto de la maestra, que esa no viene
todavía.
El sudor corría como el agua de la regadera en el lacerado cuerpo de Fito.
- Anda pués, bájate las pantaletas. ¿Ves? lo tengo parado.
A Fito lo mató tempranamente la cirrosis, y la maestra lo lloró como una madre llora a su hijo.
8
Un llanto continuo, como el rumor del río, había hecho eco durante toda la noche. En la habitación grande se había quedado encendida una luz de cirio, que titilaba como el llanto quedo de mamá.
- No quiero irme. Esta es mi casa, mi tierra. No quiero irme de
aquí.
- Podemos ir a Valle de la Pascua. Acaban de terminar un liceo
nuevo, con dos casas, una para el director y la otra para el
subdirector, dentro de los terrenos del liceo.
Nada lograba calmar el llanto de mamá. Los murmullos siguieron llegando por un largo rato, y los retazos de conversación nerviosa y a sotovoche, como si se tratara de una conspiración. Desde hacía días mi angustia nocturna crecía cercada hacia el sur por la silueta amenazante del hombre bajo el poste y el norte por el incesante llanto de mamá. Los días entre madrugada y el nuevo trasnocho se habían vuelto pesados y oscuros, por tanto encierro, por tanto silencio y miradas torcidas y secreteos entre mamá y mi abuela; ni cuando murió mi tío Camburelli y el luto familiar impuso el claustro, había sentido tan duramente los rigores de la inmovilidad. No había escuela, lo que al principio era un alivio, pero tampoco patio. La casa se había vuelto una cueva oscura, pues las casas de Angostura están hechas de modo que al cerrar puertas y ventanas la oscuridad se ceba; tanto escapamos del inclemente sol tropical los lugareños, como los nórdicos buscan refugio de la nieve y el frío.
- En Valle de la Pascua está mi hermana Mirthiña y su marido,
a pocas horas la hacienda "Las Bonitas", a los niños les gusta,
y por si fuera poco, también tienen su club "Comercio" con
bingos bailables y fiestas de Carnaval...
La convenció con tantas maravillas, y entre el despertar y el sueño, yo ansié los desayunos en la casa de mis tíos en Valle de la Pascua.
Desde las cuatro de la madrugada se levantaban las mujeres que comandaba una viejita pequeña y delgadita llamaba Ubalda. Después mi tía supervisaba la cocina, mamá, mis primas y mis hermanas, y antes de las siete de la mañana ya todo el mundo estaba en la enorme mesa tipo tablón, colmada de arepas y bollos pelones, de caraotas negras y frijoles pintados, carne de res mechada y carne de venado salada, tajadas de plátanos fritos, aguacate, huevos en perico, huevos tibios, huevos en leche, queso de mano, queso llanero, queso concha negra, nata, jugos de frutas y tantos manjares que a esa hora empezaban a despertar mis tripas antes de que los gallos cantaran el incierto y temido amanecer.
9
Decidió abandonar la plaza, un escalofrío la hizo temblar de miedo, la plaza parecía cada vez más desierta. Era un día domingo, todos debían ir a la plaza, no tenían derecho a cambiar las cosas del mundo. Alcanzó las escaleras en medio de estas cavilaciones llenas de temor. Cada peldaño que subió le hacía sentir dolor, ya no aquella lejana alegría quinceañera. Sentía que comenzaba a despegarse algo de ella misma, o quizás toda ella se desprendía de algo que le era muy suyo. Subió el último escalón y se encontró de frente, como quien se da un sopetón que lo hace despertar, con la Casa del Congreso, al lado del Palacio de Gobierno. Era una edificación lujosa, la más grande del mundo, no tenía comparación ni siquiera con la enorme casa de Olimpia y Camburelli en la empinada calle Lezama. En los salones de este caserón se celebró el Congreso de Angostura, una cosa muy grande para la historia, porque Angostura fue alguna época capital para el país y la historia. Una vez visitó el salón, tiene un piso de madera fina y pulida que parece quejarse bajo los pies y que da pena pisarla. Una mesa tan larga que caben muchas sillas a cada lado, como para sentar a todos losa héroes patrios, y unos balcones que dan al cielo, a la plaza y al río al mismo tiempo, desde donde el mundo se mira distinto. Y miró hacia el Palacio de Gobierno, contiguo a la Casa del Congreso, mirando su gran puerta en medio de un arco enorme y clásico, mirándolo desde la acera se sentía enana, la cohibía siquiera mirar hacia adentro, el largo y alto corredor abobedado de la entrada al cual no se atrevió a entrar nunca.
- ¡Algún día desde allí me darán la pensión! Se le escaparon en palabras sus pensamientos, y es que el Profesor le había prometido desde que lo nombraron supervisor de Educación del Estado, que le conseguiría una pensión como maestra, y ella la estaba esperando.
Ya en la esquina cruzó para entrar en la calle del muerto, usaba la acera que iba pegada al Palacio de Gobierno, pues jamás ponía los pies en la otra, la acera de la casa del ahorcado, donde un entonces estuvo la escuela "Heres". Miró el enorme portón, se persignó, como siempre le pareció que algo se movía detrás del portón. Un ruido uniforme, como una burla continua empezó a zumbar en sus oídos. Cuchufletas de muchachos, chillido de alumno por la palmeta ante una equivocación en la toma de la tabla del nueve.
- La maldita tabla del nueve, la más difícil, y la del siete, la
más pavosa.
Dos números que nunca le habían gustado a la maestra, y que en mala hora recordaba en un lugar que tampoco le había gustado jamás. La calle del muerto.
10
El rumor y los pasos crecían como de ánimas en pena.
- Son las ánimas, mi niño. Cuando uno se duerme sin rezarles o se
apagan las velas en la madrugada por algún aire que se cuela a
través de las rendijas,ellas reclaman. Empiezan con sus rumores
y jaleos y no nos dejan dormir. Lo que parece una ilusión no
son más que los reclamos de ellas.
Mi abuela me contaba que las ánimas del Purgatorio eran duras e implacables para recordarnos los compromisos. Ella decía que no era devota, pero le rezaba a las ánimas, y yo me atreví alguna vez a invocarlas, a pedirles protección, a rogarles que no me dejaran solo. Pero me dejaban, y un día decidí no rezarles más nunca.
- ¿Será que ahora decidieron hacerme el reclamo?
El pobre niño exhausto de tanto desvelo, aterrado en medio de la oscuridad que precede al amanecer, entre orines y miedos, susurros y pisadas misteriosas, pretendía encontrar alguna explicación a lo que estaba sucediendo fuera de la habitación. Y la buscó en las conversaciones con su abuela.
- Tu tío abuelo Conejero se ganaba la vida con un camión,
haciendo viajes por todas las ciudades y rincones del mundo,
según y que buscando algo, pero murió joven Conejero y nunca
encontró lo que andaba buscando. Una vez tu mamá y yo decidimos
visitar a Caluisa en Caracas, tu tía. Y nos fuimos en el camión
de Conejero. En ese entonces los viajeros dormían en los
caminos, porque antes la tierra era más grande, pero se ha ido
encogiendo como el alma de los hombres. Llegamos a la Capilla
del ánima del Pica-Pica, tú sabes, como las ánimas protegen a
los viajeros, nos paramos para ponerle una vela. Conejero le
echó gasolina al camión, y después me dijo que iba a visitar la
capilla. A prenderle una vela al ánima para que nos suavizara
el camino. Yo me quedé, me dolían las piernas, y tu mamá y
Conejero se apearon para llegarse hasta la capillita. Al
principio me dio miedo quedarme sola en medio de la oscuridad y
el silencio. Pero enseguida oí como si se hubiera encendido un
jolgorio con música y las voces de un gentío que venían desde
la capilla. Yo pensé que alguien pagaba una promesa al ánima,
y como decían que Francisca Duarte era fiestera, no me quise
quedar sin mirar la fiesta y me bajé del camión. ¿Y a que no
sabes lo que me pasó cuando entré en la capilla? Nada. Ni un
alma, sólo tu mamá y tu tío sentados rezándole al ánima delante
de mil velas encendidas. Y yo comprendí que me habían reclamado
y que me estaban llamando para que les encendiera una vela.
Pero yo estaba helado en medio del charco de sudor y orines que hacía pozo en el hule sobre el colchón, y no me atrevía ni siquiera a abrir los ojos, no fuera que me encontrara con un muerto o un ahorcado penando.
11
La escuela "Heres" fue inaugurada hace ya tanto tiempo que parece hacer nacido con el pueblo, sin embargo, cuentos y leyendas se han tejido desde siempre sobre la casa que por mucho tiempo ocupó. Fue la mansión de alguna familia apoderada, por sus amplios salones, sus gruesos muros, la emplanada sobre la cual estaba construida, porque en Angostura todo parecía estar sobre una basa, un grueso y firme pedestal, una meseta de piedras milenarias. La parte antigua de la ciudad se construyó sobre un promontorio rocoso que ofrecía la lisura de una enorme laja sobre la que se aposentaron calles, plazas, castillos y caserones, sólo que antes debían nivelar el terreno, y por eso, la mayoría de las edificaciones tienen por un lado una suerte de acantilado, mientras que la que podría llamarse la parte de arriba, estan al ras de la calle. Las aceras que estan al pié de un paredón se sienten lúgubres, bajo la amenaza de las sombras y la sensación del encierro. La Casa del Muerto tenía una particularidad sobre las otras grandes edificaciones, y era el gran portón en medio de aquella inmensa muralla que se extendía por toda la cuadra. Estaba el portón en medio del muro, cerrando el paso de una rampa
que se había excavado a pico y cincel desde la acera hasta la temida habitación del ahorcado. Era aquella habitación una especie de celda de la otrora mansión, tal vez castillete de la antigua, próspera y prometedora ciudad a orillas del gran río, justo en la parte más angosta de su cauce, por donde la travesía de una orilla a otra se hacía más corta y menos peligrosa, pues famosa es la corriente del río.
- Por encima se ve mansito, como una plancha de zing expuesta al
sol, un espejo de mercurio; pero por debajo lleva la fuerza de
mil remolinos, como las tripas del infierno. No hay hombre que
lo pueda atravesar a nado cuando está crecido. Hubo uno que sí
se atrevió, el bello Mauro, el hermano del profesor, y nunca
más lo vieron, aunque dicen que es un viejo pachá en las minas
por los lados del Callao, pero no lo creo, porque ese río se
come a los hombres buenos, como hace malas a las mujeres que se
bañan desnudas en sus aguas.
En la celda del castillo, luego escuela "Heres", había muerto un hombre. Condenado a fusilamiento por tener complicidad con Piar, el hombre prefirió ahorcarse antes que acusar a su jefe, y desde aquel tiempo, el soldado seguía penando.
Cuando el gobierno convirtió la vieja casa en escuela, inscribieron a todos los muchachos que eran tremendos, malos estudiantes y repitientes, y se hizo famosa por el castigo que imponían a los alumnos que no se sabían la letra del himno nacional. Por ahí comenzó la cosa, una equivocación y lo metían en el cuarto oscuro del muerto, después por cualquier ligereza se imponía el mismo castigo.
Caluisa, la hermana mayor de la esposa del Profesor, estudió en la escuela "Heres" y por supuesto, ella que siempre tuvo ese mismo carácter atravesado, dominante y malcriada, fué a dar a la celda del ahorcado. Tenía ésta una claraboya, según le contó Caluisa una vez a la maestra que ahora recordaba la anécdota, una única ventana redonda, alta, casi pegada al techo. Caluisa se las arregló para tratar de escapar por el tragaluz, pero como siempre fué llenita y famosa por el "fundamento", que en guayana es lo mismo que decir "fundillo", se atoró en la claraboya. Del lado afuera quedó de la cintura para arriba, así comenzó a gritar auxilio, pues quien sabe si por maldad o burla de Caluisa, chillaba que el muerto era un gozón y que se aprovechaba de lo que había quedado del lado adentro: de la cintura para abajo. La Escuela "Heres" sufrió una revolución, todas las alumnas se volvieron insoportables y parecían disfrutar del castigo del muerto. El nuevo año escolar prohibió la inscripción de señoritas y se volvió una escuela de varones, y como reconocida es Angostura por sus amplitudes en lo que se refiere al comportamiento viril, los muchachos egresados de la "Heres" eran muy solicitados por la experiencia, medida en número de castigos impuestos en el cuarto del muerto, en satisfacer a los "muertos gozones".
Caluisa, la hija mayor de Lorenza, no terminó sus estudios, y se empleó en la caseta de correos del pueblo. Así conoció al que fué su marido, Ramoncito. Resulta que el muchacho, desde aquella época regordete y mocetón, era el repartidor de las cartas. Ya había conocido a Caluisa en una oportunidad que llevó la única carta verdadera que se escribió a Lorenza, una vez cuando su hermano Camburelli había ido a Europa y les envió una tarjeta postal que tenía la fotografía del Teatro Liceo de Barcelona, España; donde según Camburelli, asistía a ver las mejores óperas del mundo. El muchacho cartero, que no usaba bicicleta y que llevaba cargado a la espalda el bolso de cuero que contenía las cartas, y que siempre iba enrojecido por el sol y el sudor que le causaba la entrega diaria del correo de Angostura, entregó la postal y vio a Caluisa, y desde ese día se enamoró.
Mayor fue la sorpresa del repartidor cuando una mañana, muy temprano, fue a buscar el bolso de correo y vio detrás de la casilla de rejitas de madera, a su enamorada Caluisa, la que ya había recibido un sin fin de cartas falsas, casi diariamente, que inventaba Ramoncito, y que ella justificó ante su madre, como un curso por correspondencia de "Secretariado de Correos". Muchas noches tuvo que pasar Ramoncito transcribiendo un bendito libro que le había prestado el director del Correo. Ramoncito y Caluisa aprovechaban estas visitas del correo para cruzar palabras y ante las sospechas de Lorenza le contestaba que Ramoncito también hacía el mismo curso, para mejorar de posición en el empleo, y ambos se ayudaban explicándose lo que no entendían. Lo cierto es que este truco terminó por darle a ella un trabajo en el Correo, y hacer que Ramoncito lo ascendieran a Recepción y Catalogación de Correspondencia.
Tenía Ramoncito una pequeña oficina donde descargaban las miles de cartas y que él debía distribuir en montoncitos de acuerdo a la zonificación y la urgencia. Pronto Caluisa y Ramoncito terminaron en una misma oficina, él como su jefe y ella como su secretaria enamorada. Las malas lenguas no esperaron para dar diversión a la aburrida vida del pueblo. Se inventaron todo tipo de comentarios, al punto de que el cura llamó a capítulo a Ramoncito y éste airado insultó al párroco. La tragedia aumentó, la madre de Ramoncito era beata y pensó que Caluisa era una mala mujer que llevaba a su hijo a la perdición. Lorenza pretendía que su hija dejara el correo y al muchacho, y fue así como Caluisa y Ramoncito, calladamente, como iniciaron sus amores, pidieron su traslado como trabajadores del correo público hacia la región capital, les fueron concedidos los cambios y una noche huyeron del pueblo, sin casarse y todos dieron por cierto que Caluisa estaba embarazada y que había huído para no echar más verguenza sobre su madre y la pobre doña Pancha, la madre de Ramoncito. Lo cierto es que Caluisa y Ramoncito, jamás tuvieron hijos, doña Pancha quedó ciega y vivió el resto de su vida atendida por Caluisa. Eso si, a su manera llevaban una vida felíz, porque nunca se engañaban uno al otro.
A veces Caluisa amanecía un domingo alborotada por los furores, porque aquello le quedaba de guayanesa, se bañaba y embadurnaba el cuerpo de aceites, y luego mucho talco. Y por los olores, desde la cama más pequeña pero en la misma habitación, ya Ramoncito sabía que ella lo deseaba, y la esperaba entusiasmado, metido entre las sábanas a pesar de que ya corrían los minutos más allá de las seis. Pero cuando los dos no coincidían en la disposición, entonces él le repetía, justificándose en que Caluisa se empolvaba mucho, y siempre se pasaba de talco en la cosa santa:
- ¡Yo no como polvorosa!
12
Ni un rayo de luz nueva penetraba la habitación, con los ojos achinados, apenas entreabiertos fisgonee en un alrededor tímido y sin osadía alguna. La negrura seguía instalada en la habitación. Los gallos no cantaban todavía, yo seguía empapado y se sumaban a los humores mis primeras lágrimas. Era una costumbre llorar, una costumbre que enervaba a todos, como mi empeño por abrazar durante todo el santo día a mi "fo" y el osito, que ahora tanta falta me hacía.
Mi "osito" había sido la víctima más desgraciada de las tremendas tensiones de estos últimos días en casa. En un arrebato de ira, tal vez por los reclamos de mamá, tal vez por culpa del encierro al que estaba sometido mi padre, tal vez por mi persistente llanto; el profesor se permitió un nuevo acto de ira. Ya una tarde había reñido con mi hermana, que se empeñó en subir a la casa de mi tía Olimpia para mostrarle un nuevo zorongo que se había hecho en el pelo. Mi hermana, desde niña era aficionada a la laca y a los menjurges femeninos. A veces yo la ayudaba, me gustaba batirle el cabello, agarraba un mechón de pelo, lo tomaba por las puntas y con el peine hacia un movimiento rapidito de arriba hacia abajo, haciendo en la base del mechón como un nido de pájaro que se cubría con una rala parte del cabello bien peinado, el nido le servía de base para abombarle la melena a mi hermana, y ella quedaba encantada, pues yo tenía arte para el batido y mejor aún para el peinado, que tanto había practicado en secreto con el pelo falso de las muñecas, pero ya papá me había descubierto y estábamos en uno de nuestros acostumbrados desencuentros. Yo no entendía porque todo lo que me gustaba no debía hacerlo, así que aceptaba los reclamos y castigos pero en mi fuero íntimo, persistía con ahinco en mis gustos. Mi hermana se había colocado mucha pintura en los labios. Mamá y abuela le decían que mi tía Olimpia ya no estaba en la casa de la Lezama, y que no podía salir de la casa.
- ¿Por culpa de la amenaza contra mi papá? Y esta fue la gota que rebasó el vaso. Papá saltó desde algún rincón oscuro y le respondió iracundo que no podía salir porque una niña decente no se maquillaba como una callejera, y sacando el pañuelo blanco de su bolsillo, asiendo fuertemente por los brazos a mi hermana, le limpió el exceso de carmines en su rostro, y el pañuelo quedó como enchumbado en sangre. Mi hermana corrió a su habitación y ahí se desnudó de la cintura para arriba, y untó sus brazos, su espalda y hasta su cara, donde había quedado recuerdo o huella de las manos de papá, con tintura menthiolatada, parecía una india en pie de guerra. Llamaron para la comida y mi hermana se apareció así en el salón. Papá respondió con un ataque de furia, sentíase burlado por mi hermana, creía que ella con tanto menthiolate dibujando su cuerpo le acusaba de cruel y carnicero, déspota y sanguinario. La respuesta a la acusación fue desconcertante para todos, papá por primera vez, sacándose la correa del pantalón, castigó con furia a mi hermana. Yo lloraba, aferrado al osito, lloraba y veía la escena de la laceración. Aquello fue el acabose, como lo tildó mi madre. Y yo quedé tan impresionado que al ver a papá en cualquier lugar de la casa, me aferraba al osito y lloraba. Creo que terminé por exasperar a papá, que en un nuevo arrebato, agarró al osito y lo lanzó al techo de la casa, para que el sol le quitara lo hediondo y yo dejara de llorar.
Una gota calló sobre mi rostro. ¿Habría llovido durante la madrugada y ahora el cielo raso estaba destilando agua? ¿Acaso
un aparecido o el hombre del poste se había metido en la casa y estaba sudoroso y amenazante sobre mí? De nuevo estaba sumido en el horror.
- ¡Angel de mi guarda!
13
Unas gotas de agua se empeñaban en horadar el cráneo de la maestra, despertándola de los recuerdos que la movían a risa a pesar del fondo amargo y del ineludible presentimiento que le pesaba como una cruz. No era lluvia, pues el cielo estaba despejado y el sol amodorrado de la mañana ya estaba a sus anchas, en el intenso calor. Las gotas de agua caían de los aparatos que producían el ruido tormentoso de la calle del muerto.
- El bendito aparato ese que suelta agua, el aire refrigerado
como dice el profesor. Que manía tienen los gobernadores de
meterse dentro de una "frigider" como si la carne se les fuera
a podrir y ponérseles hediondas. Ya les pasará cuando se mueran.
Y la palabra despertó el escalofrío y ni siquiera se preocupó en encontrar una razón para que los aparatos estuvieran encendidos un día domingo, cuando lo natural era que nadie trabajara en el palacio de gobierno.
Siguió por la acera que bordeaba el palacio aunque fuera como andar bajo la lluvia por las constantes caidas de agua de los acondicionadores de aire, pero pasarse a la otra acera jamás. Prefirió pensar en que caminaba bajo aquel solazo y bajo aquella lluvia, como cuando el diablo se pelea con la diabla. Sus axilas comenzaban a llenarse de un sudor espeso, rancio, no le gustaba la calle del muerto, aunque recordara la anécdota de Caluisa; y al disgusto de tener que cruzar la calle, le achacó toda su incomodidad. Sin que ella misma se diera cuenta, estaba en la parte alta de la escalinata, le gustaba detenerse en la cumbre de aquella gran escalera porque desde allí podía contemplar muy bien el río crecido. Además, un día como hoy le sirvió de descanso mirarlo. La escalinata se construyó hace tanto tiempo que ni siquiera ella recordaba quien la hizo, pero si muy bien cuando le quitaron la placa.
- Ahora vamos a vivir en democracia -le había dicho el Profesor-
Hay que quitarles a los monumentos los mármoles con escrituras,
para que el pueblo se olvide de las buenas obras de los
dictadores.
- Pero, Profesor, si este pueblo se olvida de todo rapidito.
Aunque nos pusieran a cada uno una lápida con los nombres de
los buenos por delante y los malos por la espalda, seguiríamos
sin saber de qué lado nos ponemos el día que nos den un vaso
de agua o un plato de comida.
La escalinata estaba a sus pies, anónima. Alguna vez esa fue la verdadera entrada del centro de la ciudad, porque allá abajo, en la orilla del río, donde nacía la vereda, estaba el antiguo puerto de las lanchas venidas desde Soledad. Veía la piedra del medio, que el río empezaba a ahogar por la crecida, ya no tan salida como en el escudo de Guayana. La Piedra del Medio con una india que sostiene el maná del río, de la vida.
- Fue larga la sequía este año, ahora que empiezan las lluvias
ese río se va a llevar a un gentío por delante. ¿Qué irá a
hacer la gente de Perro Seco, la Cruz del Perdón? No todos
caben en el cerro del Zamuro, o tienen casa en el Cerro del
Chivo, como "estas niñas".
Desvió la mirada hacia el Cerro del Chivo, que estaba al ladito. Vio la hermosa Casa de las Tejas, sin tener que buscarla,
era costumbre mirarla. La estremeció de nuevo un recuerdo, como si ellos la asaltaran, la abordaran con violencia, sin dejarle chance a escapar, evitarlos, salir ilesa.
- ¡Qué vaina tan grande! Todo se me ocurre como si me fuera a
morir.
14
Abrí los ojos al terminar el rezo y sobre mí no había nada. Ni siquiera los monstruos del cielo raso, húmedo por la lluvía se podían distinguir. Mis tripas en concierto acompañaban los ruidos que seguían fuera de la habitación. Tenía hambre, frío y miedo.
15
La Casa de las Tejas era una vieja casona construída en la punta del Cerro del Chivo, que era el principio o el final, según se viera, de la calle del Zanjón. Mucha gente la llamaba la Casa de las Geraldine, y es que según los cuentos,la construyó un tal señor Geraldine que vivió ahí con su familia. El viejo, que no se sabe de dónde era oriundo, se había casado con una guayanesa que le sirvió cabeza de sapoara y que le había dado un sólo hijo varón y cuatro hembras. El muchacho desde niño se había mostrado rebelde a las muchas imposiciones de su padre, y harto de tanta exigencia abandonó el hogar. El viejo se volvió agrio, terrible, y decidió construir la casa en lo alto, para encarcelar a la mujer y a las hijas. Las muchachas eran buenamozas y pechugonas, los machos les pululaban en derredor. El viejo, decepcionado por el abandono del varón y en el temor de que las hijas siguieran el camino del muchacho, o peor aún, se dejaran deshonrar por aquella cuerda de bándalos zanjoneros, porque según a las Geraldine les gustaban los machos rudos, negros, caleteros y de gruesas braguetas; el viejo, ante los comentarios que incluían a su mujer, había jurado que no le iban a dar a nadie la cosa, pues por encima de su cadáver sus hijas conocerían varón, a menos que fuera hombre decente, casadero y con futuro, lo que en aquel pueblo era casi una abstracción. El viejo construyó el fortín en la parte más empinada y aislada. Todas las ventanas con gruesos barrotes de hierro y las puertas enormes y pesadas, difíciles de abrir. La casa era practicamente una gran habitación, con hermosa vista al río, ventilada por la cantidad de ventanas y que se mantenía fresca por las gruesas paredes de piedra y los altos techos de caña brava debajo de las tejas. El viejo, que había instalado una noria y comprado una yegua que movía el malacate, bañaba el tejado y los muros cuando la canícula encendía el interior de la casa y sus habitantes. La casa tenía un corredor en la parte trasera, la que da al sanjón, donde el señor Geraldine colgaba su chinchorro cuando se quedaba en su hogar. Lo demás era un pequeño cuarto que usaba como despacho, habitación y quien sabe si para enterrar el dinero, y uno más pequeño que servía de fogón. Cuando el viejo salía, dejaba a la esposa y a las hijas encerradas en la gran habitación. Y ellas deambulaban semi desnudas, asomándose a las ventanas para provocar las miradas y las excursiones de los hombres hacia el Cerro del Chivo. Geraldine que era avisado, empezó a despachar desde su propia casa. Era contador y colaborador del único banco del pueblo, donde invertía sus ganancias. Muy pronto las hijas esperaban la hora de la siesta del malvado padre para asomarse de nuevo a las ventanas, desde donde como venus plañideras daban quejiditos, desnudas en pelotas, sobre los poyos de cada ventana, mientras los árboles, las piedras y los alrededores, escondían a los machos berracos por el sol, encendidos por las ansias y tanta carne femenina imposible que se mostraba impúdica detrás de los barrotes de las ventanas. Cuentan que el viejo, algunas veces, entre tanto quejido, y quien sabe si por aquella energía maluca, bellaquería humana y naturaleza caliente del paisaje; despertaba excitado, sudoroso, arrechísimo y arremetía contra los árboles, matorrales, corriendo por entre aquel piedrero y blandiendo un afilado machete que hacía chispas contra las rocas y que sonaba a chillido de fiera en celo, y que amolaba aquí y allá, provocando la estampida de un ejército con el arma templada, los calzoncillos de gorritos en la cabeza y los pantalones como banderas al viento. El Cerro del Chivo ofrecía un espectáculo de bacanal, erectil, todo olía a deseo, hedía a humores. El viejo, enloquecido, entraba a la habitación y conseguía a sus hijas en las hamacas, meciéndose suavemente, vestiditas, con sus libros de lecturas cristianas en las manos, serias, inocentes. Y la madre, cómplice y vengativa, le decía a Geraldine:
- Es tu mente la que está sucia, la que inventa cochinadas. Te
estás volviendo loco, Geraldine, y nos estás matando de
verguenza.
Geraldine gritaba.
- ¡Aquí huele mal, Teresa. Aquí huele a burdel!
Y la señora Geraldine se echaba a llorar, y las hijas corrían a su lado, llorando con ella. Hasta que Teresita, la bordona, se atrevía a decir.
- Déjenos bañar, papá, usted verá que lo que huele es normal. A
Virginia la toca la luna, a mi me tocó ayer, mañana a Lesbia, y
Cristinita ya tiene dolores. Déjenos bañar...
El viejo avergonzado murmuraba:
- Está bien, les traigo los barriles, pero me cierran las
ventanas.
Agua y la cosa se calmaba, unos días, tal vez una semana, pero los hombres eran como animales que reconocen a la hembra en celo, y la siguen, y la acosan. Y volvían a trepar las piedras del Cerro del Chivo, y volvía el mismo berrinche y verriondez. Pero llegó el día en que murió el viejo.
Hacía tiempo que la gente comentaba que el mundo se iba a acabar. Resulta que esa tarde, la de la muerte del viejo Geraldine, había hecho un calor del infierno y el río estaba más abajo del nivel que nunca antes había tenido. Todas las beatas rezaban porque ese día se acababa el mundo. La señora Geraldine había rogado a su marido que las dejara salir para ir a la misa y estar en paz con Dios, porque el cura no había querido volver desde hacía meses a confesar a las niñas. El viejo prohibió salir a su esposa con las hijas, y fue él mismo en busca del cura, que se negó a venir aduciendo que con tanta gente en la iglesia esperando turno para confesarse, no podía atender la solicitud de ir a su casa, aunque le "engrasara" la mano con cinco billetes de diez, que era un dineral. La verdad es que el cura tenía miedo de volver a la Casa de las Tejas. Al principio aceptaba el encargo por el dinero, y más luego le animaba la idea de ver a todas las Geraldine en fila, y agarrar por doquier a las muchachas, y dejarse la sotana entreabierta, sin pantalón y sin calzón, para que ellas hicieran de las suyas, y comulgaran sin ostia. El cura salía exhausto, sin poder tenerse en pié, diciéndole al viejo Geraldine que sus hijas eran unas santas, y él un mal hombre que necesitaba la ayuda de Dios. Pero la última vez el cura se había desmayado en los brazos del propio Geraldine, que le echaba agua en la cara, y hasta un trago de ron con poncigué anejísimo que guardaba para las ocasiones especiales. El cura reaccionó y le dijo a Geraldine que necesitaba un exorcismo, que él había llenado la casa de sus hijas de un mal con el que tenía que luchar y lo dejaba desfalleciente, pero la verdad es que pasó muchos días en cama, convalesciente, como quien se repone de una pelea con cocodrilos o quien escapa a un río infecto de pirañas. Debajo de la sotana escondía marcas y hasta temió quedar imposibilitado de por vida, por eso no quería regresar a la Casa de las Tejas.
Aquella noche en que la gente esperaba el fin del mundo, para mayor desgracia, un tanquero que viajaba por el gran río chocó con la piedra del medio, estallando y haciendo un ruido insoportable. El cielo se puso rojo y se oyó el primer grito largo de la vieja Geraldine, un grito que era de dolor y de liberación al mismo tiempo.
- ¡Se murió! ¡Ayyyyyyy!
El grito y los ayes se extendieron por toda la trocha del sanjón. Salieron a la calle las viejas, confesando en voz alta sus pecados, y se fueron sumando las gentes de La Concordia, Lezama, Purgatorio, Babilonia, Amor Patrio. Los gritos repetían perdón al Cristo, perdón por los pecados de la lengua y de la carne, mientras todas corrían sin rumbo, enloquecidas. Los hombres en calzoncillos, siguieron el correr de las viejas, que parecían ir hacia la iglesia de Santa Ana, desde donde parecían venir las llamas del infierno que comenzaban a consumir el mundo. Uno de los impíos, desnudo, entró en la iglesia y gritó que no se acababa el mundo, que las llamas sobre el río no eran porque se habían abierto las puertas del infierno, sino que un tanquero había explotado al chocar con la Piedra del Medio.
- ¿Y el grito? ¿Y ese primer grito que perecía de la Llorona?
- La vieja Geraldine, parece que el viejo se murió del carajazo
que produjo la explosión.
La maestra se reía sola del único muerto del día en que se acabó el mundo y se abrieron las puertas del infierno. Se reía a carcajadas y no le quedó más que pensar en las pobres Geraldine.
- Esas mujeres desaparecieron, le vendieron la casa a estas
otras "mujeres" y desde entonces se ha convertido en una
especie de casa de cita.
La Casa de las Tejas la compró Emilio, uno de los alumnos más aventajados de la antigua escuela "Heres". Compartió el caserón con Ambrosio y empezaron a dar las fiestas más escándalosas de todo el oriente del país. Venían invitados del extranjero, con fabulosos vestidos típicos de distintas nacionalidades que compartían con los distinguidos y elegidos angostureños. Todos, doctores, abogados, comerciantes y bachilleres, todos iban a la Casa de las Tejas, donde invariablemente el premio al mejor traje del carnaval, lo ganaba el anfitrión: Ambrosio. Nadie lucía más espectacular que él, que se llamaba a sí mismo el Hada Madrina de las Maricas del Mundo.
- En este pueblo todo el mundo lleva su mariquito adentro, porque
les encantan mis fiestas con todo ese "mujerero international".
Ambrosio se paseaba por las calles con las manos llenas de telegramas que le enviaban sus colegas de todas partes comentándole sobre la enorme verga del doctor Tal, o como se volteaba el abogado Cual. Ambrosio las atesoraba en su inseparable maleta junto a los trajes de la muy afamada marca Montreal, pues era representante exclusivo para la región Guayana. Visitaba la casa de todas las señoras que le compraban los vestidos más por miedo a la lengua de Ambrosio que por verdadera necesidad o gusto. Muchas veces sacaban el dinero de donde fuera, porque era más peligroso deberle a Ambrosio una cuota que una oración a las ánimas. Ambrosio ejercía su poder vengándose en sus comentarios de quien no le agarraba fiado algún trajecito.
Entre sus más selectas clientas estaba la esposa del Profesor. Ella lo recibía con educación y alegría, lo llevaba al salón biblioteca y lo atendía como a toda una dama. La esposa del profesor era una mujer distinguida entre sus compradoras, tenía buen gusto y no le importaba probarse varios trajes y desfilarlos delante de Ambrosio, con gracia y soltura, maravillándolo con sus voluptuosas pero exquisitas formas de mujer guayanesa y la elegancia que le valió una fotografía en tonos sepias en las páginas principales de los periódicos locales, cuando era soltera. Ella siempre esperaba con paciencia la opinión del marchante y por lo general la tomaba por definitiva.
- No, con ese el culo se te parece a un tomate.
- ¡Ambrosio!
- ¡Perdón! Pero si tu hijo te repite el comentario le voy a dar
la razón. Mira que ese muchacho tiene mucho ojo, yo diría que
un sentido especial para estas cosas de mujeres.
Ambrosio y su adorada clienta se pasaban horas conversando. Hay quien pueda creer que era el mismo Ambrosio el que tenía al tanto a la esposa de los amoríos del profesor. Pero ella se mantenía callada y a veces absorta ante los comentarios del vendedor. En ocasiones el mismo Ambrosio se sobrecogía ante los hermosos ojos azules y el pelo cuidadosamente decolorado y vuelto a pintar y arreglado en bucles y ondas suaves que se mantenían firmes sin el abuso de la laca. La esposa del profesor siempre olía a perfumes y potingues femeninos, al igual que toda la casa, y esto encantaba a Ambrosio, que se sentía admirado ante las maneras y la educación de la esposa del profesor.
- Aquí te traigo, Catira, el último grito de la moda capitalina.
Ambrosio sabía mucho de modas, de capitales y de mundo. Le contaba de sus viajes a Trinidad y Tobago, Jamaica, New York y Caracas. Ambrosio mezclaba en su conversación palabras en inglés y mientras vendía ropa, también vendía los secretos de la gente de Angostura.
- El Bachiller de Asís fue a mi fiesta con el hijito de la
Mimina. Yo le presenté a la gente del Get-Set como una
personalidad de la alta sociedad angostureña, y fue todo un
éxito, darling, porque varias de mis "amigas" estaban babeadas
por los dos hombrecitos, pero claro, parece que a ellos no les
gustan los trios.
La esposa del profesor callaba, tímida y temerosa, pero escuchaba poniéndole gran atención y ofreciéndole café, galletas y pasta de guayaba o hecha en cristal con trocitos de jalea de mango como adorno.
- Made in home, Catira. Tú eres la mujer perfecta. Si yo hubiera
tenido totona, me hubiera encantado ser como tú.
- Gracias, Ambrosio.
- Pero descuida, baby, que yo con tu marido mucho respeto. Yo no
me meto con los hombres de mis amigas.
- Eso espero. Decía con una sonrisa simpática la esposa del
profesor.
- Es que tú eres distinta a todas, darling. Mi clientela o son de
baja ralea, o se creen que cagan más arriba del culo. Sorry, sé
que no te gustan las malas palabras. Seguía - Tú no eres de la
aristocracia, claro está, pero eres de una clase mejor, la
"intelligencia", darling, como se dice en... francés, creo.
Bueno, como te estaba diciendo. Aquí en este salón tan
distinguido se siente una en otro mundo. Con tantos libros
alrededor. ¿De verdad crees que el Profesor se los haya leído
todos?
- Sí, estoy segura. Habla de cada uno de ellos, y algunos se los
sabe de memoria.
- ¿No me digas que te los recita cuando estan haciendo
chuquichuqui?
- ¡Ambrosio!
Ambrosio regresaba a la calle y repetía antes de entrar a una nueva casa su acostumbrado pregón.
- La primera mujer de cualquier oriental siempre es una marica.
Que me lo digan a mí, que le he quitado el virgo a más de un
carajito en este pueblo.
- Yo no te voy a comprar, Ambrosio. No me pises mi casa.
- ¡Ah, mujer pendeja!, pregúntale a tu hijo si no digo verdad.
- ¡Mentira, lengua viperina! Todas las maricas son iguales.
¡Marica, con mi hijo no, marica, marica!
- Yo sí, darling... Respondía Ambrosio, terrible. - Y a mucha
honra.
Los carnavales eran el mejor tiempo de Ambrosio. En esos días se hacían las mejores fiestas en la Casa de las Tejas, pero también podían salir a las calles para lucir sus atuendos de cabareteras. Eran trajes esplendorosos con plumas y lentejuelas. Los negros de El Callao venían a presidir el desfile con sus orquestas de Calipso, y todo el pueblo se asomaba a ambos lados de la calle Concordia para ver el desfile que culminaba con la fiesta en el empinado Cerro del Chivo.
- ¡Qué vaina tan increíble mujer! Esos hombres como que se
cortaron el bojote, o se lo meterán por detrás, porque se ven
planitos ahí abajo.
- ¿Y viste a los hombres tan requeteguevones? Tocándolos por
detrás. No les da pena.
- La verdad mujer, que parecen auténticas mujeres.
- Mira que bello el vestido, lentejuelas en todas partes, hasta
en los ojos.
- Yo no sé de dónde sacan tanto real, porque que yo sepa, ningún
hombre paga por hacérselo a un maricón.
Como tantas cosas en el pueblo, la caravana nacía desde el principio de la Concordia, por los lados de Perro Seco, cruzando toda la ciudad hasta la Laguna del Porvenir.
16
- ¡Arepa pelá! ¡Arepa pelá!
El hambre dejó colar entre el concierto de ruidos la voz de Arepapelá, que como siempre les robaba a los gallos el anuncio de la mañana. El hombre venía desde más allá de la Cruz del Perdón, donde siempre gritaba su pregón madrugador.
La Cruz del Perdón se levantaba sobre una piedra saliente y puntiaguda que robaba fondo al río. A pesar de las inundaciones y caprichos del río, la cruz seguía ahí, encaramada, siempre con sus velas encendidas, sus velos de novias, sus flores de papel marchitas, sus medallas pardas, opacas, cubiertas de orín ferroso como si la enfermedad del sabañón las corroyera. Estaba dentro de una casita que parecía de muñecas, contruida por un viejo arquitecto, o albañil o francmasón de la antigua Angostura. La Cruz del Perdón era mezquita de obligada peregrinación, la gente pía acudía trepándose entre las piedras filosas, entre las espinas de los matorrales vagabundos, salvando aquel camino de grietas, alimañas y humedades, con los pies descalzos, y así, cuando alcanzaban el montículo de la Cruz, ganaban el ansiado Perdón del cielo.
Arepapelá se persignaba ante la Cruz, mirándola desde su enana altitud, un padrenuestro rapidito, una promesa de subir un día de estos, y luego daba su primer grito, que parecía nacer en las tripas de Perro Seco, donde por la pobreza nadie podía alimentar un gallo, pero tenían un anunciador seguro cada mañana. El vendedor de arepas tenía segura clientela, pues los hombres que trabajaban en el puerto se levantaban de sus camastros humildes y en procesión se unían a Arepapelá, que iba repartiendo su mercancía al compás de los pasos pesarosos de los calateros que se dirigían al puerto de Blomh, o al de la calle Santa Ana a orillas del río.
- Arepa pelá... Y los hombres, antes de dedicarse a bajar y subir sacos, pieles de caimán, de lagartos y rabipelados, tortas enormes de casabe, granos, tortugas y morrocoyes, pájaros y plantas, papelón y palmas y frutos de moriche; desayunaban aquella especie de bollo pelón porque se cocina sin envolver en hojas de plátano o de mazorca de maíz que se pone al sol, extraña flor erizada, para secar sus vainas. Bollo de masa blanca de maíz seco sin pilar, salcochado y pasado por un molino. Amasado con manteca y chicharrón de cochino, una pizca de sal o en defecto de ingredientes cualquier sobra aceitosa de fritangas del día anterior. Vuelto a la olla, en agua caliente y de ahí a la boca de los caleteros, de las mujeres del bar de la Sapoara antes de irse a dormir, de las beatas que salen a la misa madrugadora de la iglesia de Santa Ana y de cuanto musiú, aventurero, viajante o tripón se encontrara en el camino de Arepapelá.
El día no levantaba y la habitación seguía a oscuras. Agucé el oído para escuchar de nuevo el eco de la voz de Arepapelá, pues los ruidos arrancaron otra vez su máquina de intriga y miedo. En medio de aquel charco inmundo que era mi cama, de aquel estanque de orín y sudor por culpa de la carpeta de goma que protegía el colchón, cuadriculadas burbujas de aire que empozaban los humores, ensalsado en el útero de miedo, en posición fetal, flotaba en el líquido amniótico que yo mismo me proporcionaba cada madrugada. Rendido y paralizado, sin asomo del amanecer, imposibilitado por el pánico para levantarme de la cama, no nacido como el tío Chiquito, me sentía un perrosecano en tiempos de inundación.
Una de las diversiones de la gente del pueblo, era contemplar las inundaciones en las crecidas del río. Mamá guardaba fotografías lavadas de sus tiempos mozos...
- Cuando las inundaciones eran mejores - ...posando entre tanta agua desbordada. Con trajecitos de fiesta, ella parecía una venus sobre las piedras salientes en medio de las lagunas como espejos que invitaban a la contemplación narcisista. Pero aunque ya los desbordamientos no eran tan espectaculares, una vez me llevaron a deleitarme mirando al barrio de Perro Seco bajo las aguas. Aquello era espantoso, la enorme crecida del río sepultaba en las aguas a los cochinos, ratas, tembladores, niños, mujeres y hasta algún borracho que no había tenido tiempo de salvarse y que flotaba abombado sobre la superficie espesa, metálica del río, máscara de los mil remolinos que guarda en sus indigestas entrañas, en su enratonado humor del demonio, en su arrastradora furia y crueldad, que siempre pagan con creces los de Perro Seco.
- ¡Arepa pelá!
Arepapelá terminaba su jornada diaria de trabajo y aquel hombre que era gallo y era día, también era partero, ánimo despertador, alegría. Arepapelá subía desde el puerto hacia La Concordia, pasaba frente a la casa de la señá Conchita y ya iba por la segunda persignación del día provocada ahora por la casa de la bruja de las inyecciones y las pesadillas y castigos y amenazas. Arepapelá seguía su camino y se acercaba a la casa número sesenta y seis, gritando con mayor placer, con arrebato, con voz de teatro y de ópera, gritaba, gritaba duro como si fuera campana, títere, actor y cantante, gritaba:
- Arepa pelá... Arepa pelá, pa' los niños dormilones, pa' los
niños remolones. Arepa pelá para el señorito, para su fó y su
osito. Arepa pelá...
Yo espabilo en la cama pero no siento su voz, me atrevo a mirar hacia la ventana pero nada veo. El cuarto sigue oscuro, hediondo, el corazón acelerado, nervioso, tenso, sudoroso. Humedad Amniótica. Yo espero en vilo, con sed, con hambre, ruego calladito:
- Que llegue Diosito, que no siga de largo, que toque en mi
ventana... Angel de mi guarda, dulce compañía, no me
desampares ni de noche ni de día...
Pero desde que el muérgano ese, el hombre del poste, vigila nuestra casa, todo el santo día y la noche, no he vuelto a escuchar la voz de Arepapelá, ni se asoma a mi ventana.
- Arepa pelá, pa'los niños que no duermen ma'.
Volver a oír su señal, código masón secreto. Alibabá y su abracadabra, llave, nacimiento, horóscopo, desverguenza. Abrir
la ventana y a través de las rendijas de la celosía, de la romanilla pintada cada año de verde olivo, de la romanilla enferma, con ronchas, abubada por el sol como el hule pelotudo de mi cama, ver la cara de Arepapelá. Su rostro aparecido en el mágico efecto de la contraluz natural y el filtro de la celosía, su figura de personaje en el teatrino de la ventana de mi cuarto. El con su ánimo, y su aura, y su risa, metiendo su mano por la rendija rota en la parte alta de la romanilla. Su mano hermosa, mano manota, mano inmensa que se abre sobre mi cabeza como árbol, como cielo, como milagro. Su mano ofreciéndome una arepa pelona. Yo trato de alcanzarla y el juega para que yo no pueda tomarla tan fácil. Arepapelá moneando la ventana, subido por los barrotes y yo soltando el osito y la pequeña almohada, dejando a mi paso una estela de gotas de orín, trepándome al poyo interior de la ventana, intentando a toda costa alcanzar la mano y la arepa pelá. Aún sabiendo que él me la daría, yo le sigo el juego y hago el más grande esfuerzo, levantándome más allá de mis fuerzas y mis posibilidades de estatura. Yo en enorme concentración, levito para alcanzar su mano. Arepapelá contagiándome su risa era el día.
No hay mano, no hay caricias. Abandonado, sumergido en malos presagios, me ahogo en presentimientos y agueros, y me siento arrastrado por la corriente del río crecido y desbordado de su cause.
- ¡Auxilio! El grito se me quedó en el guelguero tan mudo como el
pregón de Arepapelá.
17
Ya iba frente a la Clínica Bolívar, que se construyó en donde antes había existido la casa donde Lorenza crió a sus hijas. Equín, la menor de las tres y esposa del Profesor, dió a luz a sus hijos en esa Clínica. Ya los hijos no nacían en el primer petate en que agarraran los dolores de parto a la madre. Fefa era vecina de la casa del Profesor en la calle la Concordia. La casa, marcada con el número sesenta y seis, era parte de la herencia de Lorenza, cuando murió Camburelli, su hermano, la familia de Olimpia quiso echarle mano también a esos bienes, pero Camburelli desde hacía años había arreglado los papeles de propiedad a nombre de su hermana, al igual que las casitas frente a la panificadora y otras dos por el sanjón. Había sido como un pago por lo mucho que se metió con la vida de su hermana en la juventud, al punto que hasta le prohibió un marido. Sin saber por qué, la maestra se descubrió pensando en el funeral de Camburelli, uno de los más impresionantes que ella haya visto en vida.
- Tenía plata, Camburelli, porque lo están enterrando como si
fuera un presidente.
La casa de Olimpia estaba en la parte alta de la calle Lezama. Era una de las casas más grandes del pueblo, fuera de las que se encontraban en el centro de la ciudad. La entrada de la casa de Olimpia, que era la esposa de Camburelli, tenía dos enormes copones sobre las pilastras que sostenían un grueso portón de hierro, y por entre el sinuoso trabajo de herrería delportón podía verse la vereda que conducía a la casa. La vereda comenzaba en el portón, a un lado el estanque y al otro el regio jardín que siempre estaba florecido, aunque sus flores eran todas blancas hacían con el verde del follaje un apacible lugar. En el estanque había flores exóticas que hacían equilibrio sobre las hojas redondas, acorazonadas, que flotaban en el agua oscura. A veces aparecían animales entre los cuales el más temido era el sietecueros. Contaba Olimpia, quien siempre estaba acompañada de La Tata, su inseparable dama de compañía, que el sietecueros cambiaba siete veces el color de la piel, sobretodo a los niños, razón por la cual los hijos del profesor, que eran sobrinos nietos de Camburelli y políticos de Olimpia, cuando iban a la casa de la Lezama, eran celosamente vigilados por La Tata, que le bastaba con decir , cuando los veía demasiado cercas del estanque:
- ¡Cuidado con los sietecueros!
La tía Olimpia era una mujer delgadita, una dama solitaria, educada y adequísima. Se diría que era una de las pioneras fanáticas del partido blanco de Angostura. Fué ella de las primeras que se inscribieron en el partido, creando gran inquietud entre sus familiares, tanto del lado de Lorenza, que era su cuñada, como de los otros familiares, desconocidos que vivían en Los Teques, cerca de la capital, y que eran gentes extrañas, desinteresadas en la vida de Olimpia, aunque no así de sus reales, pues Camburelli le había dejado una fortuna.
Camburelli era un sobrenombre, su inclinación a la ópera italiana y su marcado acento por el trato comercial con estos extranjeros, fueron dándole a Camburelli esa particular expresión oral y facha. Junto a Conejero, Lorenza y María se habían levantado de la nada. Conejero desapareció muy joven y nunca se supo lo que pasó con él, Lorenza se dedicó a la costura, María a jugar lotería de animalitos y figuras, mientras Camburelli montó una pulpería que más luego se convirtió en quincalla. Fue así como Camburelli compró primero la casa de la pulpería, y más luego la casa de la Concordia para que su hermana dejara la casita donde ahora se encuentra la Clínica Bolívar. Ya antes se había casado con Olimpia, que era una niña de buena posición familiar, mejores modales y adecuada educación para el hogar. Camburelli la conoció en el antiguo teatro de la ciudad, la veía desde entretelones sentada en el palco familiar, como una aparición, con sus ojos enormes por la admiración según creía y en realidad a una creciente miopía que le impedía distinguir con claridad la figura de los tenores y que la hacía llorar, no por la sensibilidad operática, como suponía Camburelli emocionada, sino por el esfuerzo de mantener los ojos abiertos, sin parpadear y heridos por el resplandor de la luz de las candilejas sobre el escenario. Pero Olimpia y Camburelli jamás tuvieron hijos, y cuando Camburelli empezaba a disfrutar de sus sobrinos nietos, le sobrevino la muerte.
Olimpia cerró la casa comercial y recogió de entre la mercancía lo que a ella le gustaba. Fue así como, al lado de la habitación principal de la casona de la Lezama, en lo que había sido el despacho de Camburelli, Olimpia construyó una especie de bodega que guardaba infinidad de frascos de perfumes, cajitas de hilos de sedalina y agujas, cortes de telas riquísimas, bisutería, cajones de botones de nácar y pezuña de vaca, lentes en montura de carey, peinetas, romantones, abanicos, prendedores, anillos, collares y un sin fin de baúles, cofres y armarios que contenían los más inusitados cachivaches, muchos procedentes de las utilerías y vestuarios que iban dejando las compañías de óperas para saldarle préstamos o agradecerle atenciones a Camburelli. La habitación que se mantuvo cerrada por mucho tiempo se abrió un día para dejar que los hijos del profesor entraran a curiosear, lo que causó al hijo del profesor unas fiebres muy altas, quien sabe si por la alergia al polvo o la sobrexcitación que es para una muchacho abrir una puerta sellada, abretesésamo, y enseñarle de sopetón todos los tesoros de la cueva de Alí Babá.
La maestra sonrió y guardó para sus adentros la profunda emoción que significaba para ella pensar en el hijo del profesor.
- Ese muchacho, así habría querido yo tener un hijo. Pero menos
meón.
Recordó que por muchas veces, después del entierro de Camburelli, ella lo encontraba vagando de noche por el patio de su casa, que era tan vasto que parecía un campo abierto, y que se avecinaba con el patio de la casa del profesor. Ella veía desde su cuarto una pequeña luz encendida en medio de la oscuridad del solar y como para la maestra no existía el miedo a los muertos, se ponía encima de la bata de dormir una cobija y salía a conversar con Camburelli.
- Ya estás muerto, Camburelli, ¿qué haces ahí mirando para la
casa del profesor? Vas a asustar a los niños.
Camburelli se había acostumbrado a visitar a la maestra porque era a la única que no espantaba. Olimpia no lo quería ya en la casa, porque se había peleado con él al no cumplir la promesa de enterrarla a ella. Olimpia le decía, véte de aquí y no me molestes Camburelli, si me abandonaste en vida, agarra tus cachachás y te me pierdes de mi casa, si vas a estar penando busca otro lugar, pero en mi casa no. Camburelli lloraba la firmeza de Olimpia de no dejarlo entrar en la casa, y como se sabía culpable de no haberle dado hijos, luego de la muerte su amargura fue infinita. Una de aquellas noches le contó a la maestra que él nunca había sabido ser padre, porque una vez lo intentó, cuando el hijo del profesor, su sobrino nieto, chiquitico, lo acompañó al cine Royal. Tendría para esa época unos dos o tres años, y como el niño le tenía aprecio a la cara roja de su tío Camburelli, se lo prestaron para que se lo enseñara a la gente del cine Royal. Camburelli le confesó a la maestra que esa gente eran las putas del bar de la Sapoara y los que iban al Cine Royal, una cuerda de ladrones, caleteros, borrachos, pendencieros y aventureros de la peor calaña, con mañas y conductas equívocas, aberradas y bastas. El niño vestía por gusto de su madre un trajecito azul de marinero, zapaticos blancos, sombrerito azul y un corbatín negro que estaba pegado al cuello que terminaba en un cuadrado en la espalda con tres franjas de terciopelo azul oscuro y un ancla bordada sobre la tela blanca de algodón. Comenzó la película, y no sé si fue la oscuridad, o las voces, el calor y el olor acre que siempre tenía el cine, lo que inquietó al muchachito y empezó a llorar. El niño pasó de mano en mano. Lo cargaron las putas, hasta en las manos de un maricón. Lo tuvo la mujer de la taquilla, y finalmente el vendedor de caramelos que intentaba calmarlo ofreciéndole un tirón de azúcar y papelón. Nada hacía que el niño se callara, y como quiera que la gente se cansó de mimarlo empezaron a quejarse.
- ¡Camburelli, llévate al carajito!
- Yo estoy viendo mi película.
- ¡Camburelli, dale un hueso!
- ¡Perra será tu madre!
- ¡Camburelli, dale la teta!
Las putas intentaron calmarlo dándole la teta, y nada, el niño berreaba y el llanto se hacía cada vez más chillón y lastimero. Uno de los hombres le grito.
- Ese muchacho llorón va a ser marico, porque no le gustan ni las
tetas de las mujeres.
Camburelli sacó del bolsillo un billete de a diez y se lo entregó al muchacho que vendía los dulces.
- Aquí le manda el señor Camburelli.
La esposa del profesor cayó en crisis cuando vio a su pequeño con la ropita sucia de tanto manoseo y en brazos del vendedor de chucherías. El niño no se calmaba. Lorenza preparó un menjurje para calmarle los nervios al niño. La maestra se acordó que fué ella la que consiguió callarlo cuando le puso en los brazos el osito de peluche con olor a meados que habían puesto al sereno, para ver si aireándose perdía el hedor.
La maestra regañó a Camburelli.
- No tuve en vida la oportunidad de hacerlo, Camburelli, pero eso
no estuvo bien hecho. A un niño no se le lleva al cine Royal y
se le devuelve con un manicero.
- Yo no tuve hijos, Fefa. Yo no tuve hijos. ¿Qué iba a saber yo?
Fefa recordó entonces cuando fue a visitar a Olimpia. La llevaba el ánimo de interceder por Camburelli. Ya estaba muerto, y le parecía una desconsideración que no le permitiera al pobre ánima morar en su casa hasta que se limpiaran sus pecados. La maestra cruzó el portón y caminó por la vereda. Vio los bancos que en hileras se disponían a cada trecho en los lados de la vereda. Se dio cuenta de los hermosos colores rosados, verdeaguas, azules y marfiles, todos con un toque nacarado, de las lozas que cubrían los bancos. Vio con claridad los recuadros blancos y negros del piso, los bordes de mármol rosado de susorillas. Vio todo lo que no pudo detallar el día del funeral por la cantidad de gente que colmaba la vereda que daba al recibo de la enorme casa. Fefa nunca antes había entrado en la mansión de Olimpia, y no porque no la invitaran, sino porque jamás se igualaba a la gente rica, a menos que fuera después de la muerte, como lo hizo con Camburelli, porque entonces si todos somos iguales. Pero una señora rica como Olimpia, que era dueña de varias casas, de una fortuna, una señora que le daba regalos carísimos a sus sobrinos nietos políticos, y que llevaba a su niña consentida, la primera hija del profesor, a un concurso en la radio...
- ¡Qué va'o!
Olimpia se empeñó en que la niña era muy bonita, le aclaraba el demasiado lacio cabello con agua de hierbas de camomilas, y le ponía todo el tiempo que la niña estaba en su casa, unos rizadores que le habían traído de París. Incluso, eran
tan famosos que Ambrosio se atrevió una vez a decirle a la esposa del profesor,que le pidiera a Olimpia los rizadores con la excusa de arreglarle el cabello a la niña, y que se los prestara por un día, porque la peluca que iba a usar en los próximos carnavales, se le habían caído los rizos. La esposa del profesor se encompinchó en la travesura, y Ambrosio lució una cabellera rizadísima que fue la admiración de todos y el orgullo secreto de la Catira, como le decía Ambrosio. Olimpia vestía a la niña como a una reina de escuela, y tenía en su casa una peinadora especial para su consentida, llena de frascos con perfumes y pinturas, suavecitas para los labios, y carmín rosadito para las mejillas. La niña parecía una muñeca de porcelana cuando salía a la calle con Olimpia, que a pesar del calor, usaba en Angostura, un abrigo a media pierna sobre los hermosos vestidos, aún durante el luto riguroso que se impuso después de la muerte de Camburelli y que provocaba en Ambrosio el comentario de la elegancia de la viudez, pues para el vendedor de ropas femeninas, el negro era la máxima expresión del glamour. Olimpia salió con su niña y la llevó a Radio Angostura. Habló con el director.
- El jefe del partido me dijo que usted podía ayudarme,
compañero. Aquí la compañerita tiene el talento de cantar, y yo
sé que usted le va a dar la oportunidad a la niña.
Se organizó durante meses un concurso de canto infantil, pero como todo concurso ya estaba preparado, incluso el premio lo pagaba la misma Olimpia. Llegó el día del concurso y en toda la cuadra la gente esperaba que cantara la hija del profesor, que había sufrido una rigurosa preparación de canto con la misma profesora de piano que instruía a la mayor de las Guevara. En casa del Profesor la esposa organizó un pequeño convite que incluía merienda y más tarde una cena amenizada por el famoso trio de guitarra "Los Jirajaras", con el liderazgo de Pedro Felipe Ramírez. Todos se habían reunido alrededor del radio tocadisco con mueble laqueado marca "Nordmende", y que ostentaba sobre los recuadros de las ondas los lugares, como mapamundi, que correspondían a las radios de El Tigre, Cumaná, Guayaquil, Dacca, entre otras en la primera línea; Bogotá, México, Hamburgo, Tokio, Madrid, en la segunda línea; París, London, Buenos Aires, Habana, Río de Janeiro, Lisboa, en la tercera línea; Delhi, Roma, Singapore en la cuarta línea; y sobre todas ellas, las letras cursivas que anunciaban CARUSO. Delante de esa radio que los conectaba al mundo y que Ambrosio sintonizaba en todas las emisoras cada vez que venía a sus largas visitas, estaba reunida la familia para escuchar a la bordona. La presentaron con bombos y platillos y cantó. Cantó el Pájaro Choguí y ganó el concurso. Pero ganó de ley, porque todos coincidieron con el invirible jurado, ella era la mejor. Ese mismo día la tía Olimpia anunció, cuando regresaron de la radio para integrarse al agasajo, que le regalaba una de sus casas a su favorita, que ya no era una niña, y que en vez de una casa de muñecas debía tener una de verdad. Y así fué. La hija del profesor, apenas una niña, era dueña de una casa.
La maestra estaba por segunda vez, en el final de la vereda de entrada, frente a la puerta. La primera, el día del funeral de Camburelli, no se había atrevido a entrar hasta la sala, donde velaban al cuerpo presente. Así que cuando La Tata apareció en el umbral y la invitó a pasar, se quedó deslumbrada al ver la riqueza y la hermosura de lo que para ella parecía un palacio. Los techos altísimos de madera pulida, las paredes con un color hasta la mitad y unos preciosos festones de flores entrelazadas que servían de horizonte a otro color que parecía cielo hasta las grecas que tocaban el techo. Las alfombras con arabescos y colores, los muebles pesados y de madera tallada, los cortinajes con cenefas y madroños enmarcando gasas transparentes, toda la casa parecía el decorado de uno de aquellos teatros que Camburelli traía a Angostura en la época en que no habían tumbado el gran teatro con la excusa de contruír uno nuevo y con mayor capacidad y que terminó siendo aquel edificio discordante que llamaban biblioteca y que no servía para nada, porque ni guardaba libros, ni tampoco escenarios, antes de ser la sede del ejecutivo municipal.
- ¿Qué te trae, Fefa?
- Pues verás, Olimpia. El otro día hablé con Camburelli.
- Camburelli está muerto, Fefa. Y si no fuera por mis sobrinos
nietos, yo también lo estaría.
- Pero mujer, está penando.
- Como yo, Fefa. Y mi pena es mayor que la de Camburelli. Me
abandonó en este mundo, pero no será por mucho tiempo. Dile que
espere, si lo vuelves a ver, dile que yo me contento cuando me
encuentre con él en el otro mundo. ¿Quieres tomar algo?
Fefa se sobrecogió ante la presencia de aquella mujer, se estremeció porque también parecía muerta. Y hoy aquel recuerdo la volvió a conmover, como si el tiempo no lo hubiera apaciguado.
- ¡Qué vaina, como si me fuera a morir hoy!
18
La ropa se secaba al viento. Yo estaba encaramado en la batea, sentado sobre ella, agarrado porque tenía miedo a la altura. Contemplaba desde mi torre el cuerpo inerte, plácido, sobre el suelo mojado, como el cuerpo de un ahogado flotando sobre las inundaciones en el río. Un cuerpo de hombre, un cuerpo completamente desnudo y distendido, un cuerpo al abandono como la ropa secándose a la brisa. El hombre era grueso aunque de espléndidas formas, a veces fino y de músculos firmes y como hecho a cincel, eran bellos los cuerpos, descansando. Se confundían con los que miraba desde la terraza de piedras al final del patio de tierra, bajo el sol, cargando y descargando los camiones y chalanas que iban y venían por el río. Pero este cuerpo estaban más cerca que los muchos de los caleteros. Una idea se colaba entre el sueño y el incierto, un deseo, un ansia escondida que ahora se rebelaba y saltaba del entresueño acompasado por los sobresaltos del pecho en tensión.
Yo bajaba de la batea, al ritmo del miedo y el deseo, valiente, alcanzaba el suelo, y poco a poco ganaba confianza, me acostaba sobre el cemento por el que seguía corriendo el agua de la manguera abierta, que apenas rumoreaba. Entonces la tarde quedaba en suspenso, el silencio del patio se hacía cómplice y la respiración del hijo de Papamío se dejaba escuchar en armonía con el manar del agua por la lisura del piso. Resbalaba mi cuerpo hacia el calor del otro cuerpo, porque ya el piso volvía a ser tan húmedo y frío como mis noches de miedo. Posaba mi cabeza sobre el pecho fuerte que parecía agitarse por un escalofrío. La mano cariñosa me sobaba el pelo, y la tranquilidad de la tarde me rendía en el mejor de mis sueños.
Por unos instantes desaparecieron los ruidos y el miedo.
19
Cerquita de alcanzar la parte alta de la calle Concordia le rompió una voz conocida los pensamientos que la ayudaban en el camino.
- ¡Adiós, Fefa!
- Adiós .- Contestó la maestra. Sin levantar la cabeza siguió apresurando en lo que pudo el andar, pero se acordó que no vio a quien la saludaba. Revisó el sonido de las voces, porque aún ciega podía adivinar quien le hablaba si era de Angostura.
- La mujer de Papamío. Carajo, tenía que preguntarle por Miguel,
qué le habrá pasado antier después del correazo que le asenté y
tuve que devolverlo para su casa. Ah, Miguel, cará, muchacho
terrible.
La madre de Miguel había muerto del corazón. Ella, que era enfermera y se preocupaba por la salud de todos en la cuadra.
Ella que siempre recetaba jarabes, o indicaba compresas de agua fría para las fiebres, o hechas con hojas de parra y cebo alcanforado para los dolores de cabeza, tan propios de las mujeres solteras como era el caso de su vecina Clara. Lo único que no hacía la mujer de Papamío era poner inyecciones, ese trabajo desagradable lo encomendaba a la temible Conchita, la señá que vivía justo en el medio de la calle, allá abajo, donde comenzaba la Concordia. La mujer de Papamío era una buena mujer querida por todos. Mantenía el hogar, pues Papamío era poco dado al trabajo, y había criado al primer hijo de él como si fuera suyo y le había dado a luz a Miguel. Miguelito era muy distinto a su hermano. Miguel era guapo, delgado y atlético. Entre las mujeres los dos hermanos levantaban deseos, porque aunque el mayor era bastante grueso y para colmo bruto, tenía muy buenos sentimientos, y en eso era completamente distinto a Miguelito. Los dos muchachos vieron morir a la madre cuando uno ya era mayor de edad y el otro apenas un adolescente. Miguel se estaba desarrollando cuando encontró a su madre tendida en la cama. El había ido hasta la oscura habitación donde dormía su madre con Papamío, tan oscura como toda la casa, para enseñarle que se le estaba despegando el pellejo del piripicho. Lo llevaba sostenido entre las manos, con miedo, él que siempre, desde pequeño mostró una naturaleza morbosa y a veces se bajaba los pantalones en la calle para enseñarle a la gente que ya se le paraba. La gente pensaba que Miguelito era el propio hijo de su padre. Papamío y Macías, que vivía justo enfrente, en una casa montada sobre una alta acera, se tenían los dos por incorregibles y se habían ganado fama de putañeros y vividores. Papamío cambió cuando una de las mujeres se presentó en la casa que había heredado de su padre y le dejó a un muchachito en los brazos.
- Este muerto de hambre lo parí yo...- Le dijo la mujer - pero tú
me lo hiciste. Así que haz lo que quieras con él, lo regalas,
lo crias, o te lo comes en navidad.
La mujer se fue, incluso desapareció del pueblo y nadie supo más de ella. Papamío contó que era una cualquiera, que había venido con un circo de los que se plantaban meses en la plaza Centurión, frente al cementerio, hasta que la carpa se iba destiñendo, los bombillos se quemaban, los animales morían de hambre y los artistas del circo terminaban en el cuartel de policía, o desaparecían sin dejar rastro. La mujer era contorsionista, según contaba Papamío, se doblaba toda íntegra, y era capaz de las más extravagantes posiciones en la cama. Todo esto asombró de tal manera a Papamío, que a veces era el único asistente a las funciones nocturnas del circo, entonces se desnudaba en las gradas y le gritaba a la contorsionista que le repitiera el acto que más le gustaba. La función del circo se detenía y el domador y los trapecistas aplaudían a la mujer que mientras se dejaba ensartar por Papamío, le mordía la espalda, las nalgas y a veces le pasaba la lengua cerquita. Los cirqueros aplaudían a rabiar el acto y en ocasiones para comer, lo repetían en las pequeñas carpas detrás del circo cobrándole un fuerte a los pervertidos que les gustaba mirar. A punto estuvo el dueño del circo de ir preso, y sólo consiguió que el prefecto lo dejara en libertad en la condición de que recogiera su circo y se llevara a su corte de bestias. La contorsionista se quedó en el pueblo, le creció la barriga, le parió el muchacho a Papamío y al no más recuperarse le entregó ese paquete y desapareció, tal vez detrás del mismo circo que todavía seguía por la región, cerca de las minas de oro. Así apareció El Gordo, y como de tal palo tal astilla, desde muy pequeño comenzó a hacer ejercicios y a levantar pipotes que llenaba de arena, y más luego latas con cemento que disponía en cada punta de una barra de hierro. Hasta construyó, en el taller de latonería, mecánica y pintura de Doscachetes, una pesa con dos rines de carro y una barra de dirección de camión. Fue el Gordo quien enseñó a Miguelito a ejercitarse, lo que dio como resultado a un muchachote que andaba todo el tiempo sin camisa, y con pantalones cortos, para enseñarle a la gente de la Concordia la colección de músculos, aquel incluído.
Cuando murió la enfermera, Papamío se entregó a la bebida, y los dos hijos metían mujeres en la casa, a toda hora, y se oían gritos y risas. Compraron un tocadisco que sonaba todo el santo día y que puso en crisis a los vecinos de la Concordia. La gente sabía que Papamío sufría y aguantaron todo por acompañarlo en el sentimiento, el cariño y la comprensión que genera el dolor. Una vez Papamío salió desnudo a la calle, gritándole a la gente que él era un desgraciado, y que los hijos no servían para nada. Que llevaba una maldición encima, que la enfermera había muerto del corazón por los malos ratos que ellos tres le habían hecho pasar. Pero todos sabían que era mentira, porque si alguna vez Papamío fue un hombre modelo, y su casa limpia, y los hijos en la escuela, fue en los pocos años que les duró la enfermera esposa y madre. Lo cierto es que Papamío fue a dar a una clínica. La gente de la cuadra regañaba a las mujeres que entraban y salían de la casa pintada de verde oscuro, con jardín de entrada, porche y ventanas con romanillas como las casas antiguas del paseo a la orilla del río. las mujeres empezaron a sentir la presión de los vecinos y fueron desapareciendo. Un grupo de vecinas entre las que se contaban Chepero, Rosa la mujer de Doscachetes y la propia maestra, entraron en la casa, limpiaron aquel chiquero y le hicieron comida caliente a los muchachos. Uno cada día más fofo por el abandono de los ejercicios y el otro enflaquecido, perdiendo los músculos famosos.
Los hermanos eran uña y sucio. Nunca se habían separado, aunque evidentemente el Gordo pesaba sobre Miguelito. El Gordo le tenía un gran cariño al hijito del profesor, y a veces por las tardes, cuando el muchachito llegaba del colegio y aún no era la hora para la merienda, lo iba a buscar.
- Préstemelo, señora Catira. La madre le contestaba que no había hecho la tarea, y el Gordo se llevaba al muchachito con cuadernos y libros y lo devolvía cerquita de las cinco, cuando estaba a punto de llegar el profesor.
- Ya sabes, Gordo, me traes al niño antes de que llegue su papá.
A él no le gusta que se quede en casa ajena.
- Ya verá, señora Catira, yo le voy a enseñar muchas cosas al
muchachito. Aquí está demasiado protegido por usted y la
abuela. Y ya está creciendo, ya no está para andar jugando con
las muñecas de las hermanas y cargar ese oso hediendo a pipí
todo el día.
- Mucho cuidado, Gordo, porque si sé que a mi hijo le enseñas
malas mañas hablo con Papamío. Por cierto ¿cómo sigue?
Papamío se recuperaba, al igual que los hijos.
Al hijo del profesor le gustaba ir a la casa de los muchachos, pero una vez le dijo a su mamá que no quería y no volvió más nunca.
El Gordo y Miguel hacían sus ejercicios por la tarde, en el traspatio de la casa. Ahí, en calzoncillos, hacían flexiones de pecho, saltaban cuerda, le pegaban a un enorme saco lleno de arena con los puños enrollados en trapos sucios, y finalmente terminaban levantando las improvisadas pesas. El hijo del profesor los miraba, sentado sobre una de las bateas que había en el patio. Luego, El Gordo y Miguelito se bañaban usando una manguera. Jugaban, se peleaban en broma y más de una tarde mojaron al niño, entonces le quitaban la ropa, la ponían a secar al sol, y él se quedaba desnudo, frente a los muchachos que también lo estaban. Miguel se iba a su cuarto, a veces el Gordo, y el que quedaba cuidando al niño desnudo mientras se secaba la ropa, empezaba a jugar con sus cojones, y el pipí se le ponía tieso, morado, hasta que de tanto jugar y echarle saliva, terminaba por soltar un líquido blanco y espeso. Entonces, el que fuera se quedaba tranquilo, se tendía en el piso húmedo, parecía dormir un rato. La ropa se secaba al viento, lo peinaban con su pequeño copete luego de dominar los remolinos del cabello, lo vestían y lo devolvían justo a la hora, antes de que llegara el profesor.
El Gordo, Miguelito y Papamío volvieron a vivir juntos. Un día cada uno cojió por su lado y la casa se quedó sola. Como muchas de las casas de la calle Concordia.
La maestra se acordó del día en que había llevado a Miguelito a la procesión de la Santísima Virgen María, madre de Cristo. A Miguel le encantaban las muchedumbres, y aunque fuera de procesión disfrutaba como si era una fiesta. La Virgen salía de la iglesia mayor, la de la plaza, sobre los hombros de los hombres que cargaban la carroza de la Santísima. La Virgen llevaba un manto de brocado negro y adornos de oro. A veces el viento levantaba el vestido y se veían las enaguas blanquísimas, faralaos, encajes, pasamanería y bordados que se mantenían enhiestos por el almidón. Nunca se le vio la ropa íntima, ni ligueros, ni pantaletas, ni siquiera pies tenía la Virgen, como suponía Miguelito. Una virgen de pura cara, cara de dolor, cara de sufrimiento, y el hijo desnudo entre sus brazos, chinito, como decía Miguelito.
- ¿Por qué sacan chinito a ese hombre para la calle, maestra?
- Cállate, que no es un hombre, es Cristo. El hijo de Dios.
Y Miguelito se agarraba duro de la mano de la maestra, y Fefa sentía, sabía que el niño había entendido la grandeza de la palabra Cristo, sabía que el mismo Dios alcanzaba el alma del niño y lo hacía sentir respeto y arrepentimiento. Miguelito miraba la virgen y en sus ojos se adivinaban muchas preguntas. ¿Cómo soportaba aquel pobre corazón de virgen aquellos siete puñales? Se le antojó que debían estar pegados con cola de carcamite, como la que usaban para reparar los muebles, o la cola con la que el zapatero del zanjón le reponía la media suela a los zapatos viejos.
La Virgen estrenaba aquel día un hermoso prendedor de oro cochano, filigrana en oro amarillísimo y parte en oro rosa, que había donado una mujer rica en agradecimiento al milagro de devolverle la vida a su marido tras una agonía de dos meses. Y la Vírgen se veía más hermosa que nunca. Pero era aquella cara de la vírgen la que provocaba el llanto, que junto al calor, ligado con el olor de esperma de las velas encendidas, mezclado al incienso y la mirra que llevaban los monaguillos, con el traqueteo del camino, con el roce de los cuerpos, convertían la procesión en un sufrimiento placentero; aunque era mucho el zagaletón que se aprovechaba del éxtasis colectivo y la confusión general, para tocarle las partes a las muchachas.
La voz del cura, voz gruesa y gozosa, se escuchó nítida, como mil veces amplificada por la fuerza divina.
- ¡Y ahora, canten todos!
- ¡Ella se llama Micaela!. Comenzó a cantar Miguelito con el mejor son cubano que para aquella época se escucha en lasradios, en los clubes, en las verbenas y templetes, sobretodo del que hace poco habían celebrado en la Cruz Verde.
- Muchacho, cállate, el cura quiere que canten el Ave María, no
esa guaracha.
- Ave, Ave, Ave María. Cantaba el coro, acompañado de las risas de Fefa y del sabor guarachero de Miguelito que seguía empeñado en el sabroso son de "Ella se llama Micaela".
- ¡Qué vaina! Me sigo acordando de cosas.
20
Una punzada, un dolor penetrante dentro de si, como una herida de cacho, como un punzón que desvía su furia contra el bloque de hielo y se entierra en las entrañas, un ardor que corroe y rompe y arde le atravesó el cuerpo y el sueño. De nuevo en vela, pero esta vez no fue el chirrido de una puerta o el gritico de una pisada que resbala por el suelo de cemento pulido. Fue algo más atroz, más cierto y seguro. Fue un recuerdo.
Aquella tarde en casa de los hijos de Papamío, en plena faena de ejercicios tocaron la puerta de la casa. El Gordo y Miguel sudorosos quedaron en suspenso. Nadie venía a esa hora, cuando toda la gente del pueblo dormitaba la siesta, sin atreverse al movimiento no fuera que lo obligara a devolver la comida que se mantenía aún en la boca del estómago, rebosándolo. El calor, la comilona y un cierto gas de fastidio que se extendía
por el pueblo, le daban a aquella hora un sinónimo de muerto. Nadie levantaba la voz, ni llegaba a visitar o a montar la tenida del juego de cartas o la lotería de muñequitos. Algunas casas dejaban encendida la radio para dejarse arrullar por los vaivenes de las ondas y la corriente del río que persistía infinito y siempre. Sin embargo unos golpes de aldabón suspendieron las acciones del traspatio. El Gordo tenía sobre sí la barra con los rines y no se atrevía a bajarla al piso, su rostro mostraba una mueca de dolor, de pánico, de esfuerzo. Miguel se había abrazado al saco de boxeo, que le había golpeado menos fuerte que el sonido del golpe en la puerta. Yo estaba atónito, mirando, y tuve un pálpito.
- ¡Mi papá!
- Te fregaste Gordo, y tú también carajito, te van a dar una
pela.
El Gordo bajó con lento cuidado y esfuerzo, en silencio, sin pujos ni ayayayes, la barra de dirección de camión con los rines de carro. Los puso en el suelo con un golpe seco, que retumbó en uno nuevo del aldabón sobre la puerta.
- Yo abro. Dijo Miguel, valiente.
- Déjalo. Fue la respuesta del Gordo y la acción hacia la puerta.
Yo me quedé sentado en la batea, aún vestido, con las manos metidas debajo de las piernas. Miguel se me acercó sospechoso.
- ¡Si quieres te escondo de tu papá!
- El nunca me pega.
- Tú tienes que aprender a pelear, carajito. Ya tienes tamaño
para entrarle a coñazos al que te quiera joder. ¿Qué te parece
si te enseño a defenderte?
El Gordo regresó, traía en la mano unos pantalones de kaki y una camisa azul clarito, todo arrugado, se vestía mientras nos daba órdenes.
- Es Papamío que manda a llamar, parece que pronto le dan de alta
y quiere regresar a la casa mañana mismo.
- ¿Yo tengo que ir? Preguntó Miguel, fastidiado.
- Quédate, si no llego antes de las cinco lleva al carajito a su
casa, le explicas a la Catira, total, si papá regresa mañana no
podemos traerlo más en las tardes, y te portas bien Miguel.
Mucho cuidado con vainas.
El Gordo terminó de ponerse la camisa, se la metió en un rápido movimiento por entre el pantalón sin correa, y así, sudado
como estaba, con la ropa ya pegándosele al cuerpo de tanto sudor, desapareció en la oscuridad interior de la casa, desapareció para siempre. Yo estaba alelado, Miguel soltó un puño sobre el saco de boxeo y me dijo tajante.
- Quítate la ropa para que no te mojes, nos vamos a bañar.
Yo no hice nada, Miguel se dio cuenta, me dio un golpecito por la cabeza, medio en broma y medio en serio que me hizo daño. El mismo me desnudó y sin ningún cuidado tiró lejos la ropa. El ya estaba en cueros, se agachó para recoger la manguera y pude verlo de espaldas. Una espalda tersa y musculosa, unas nalgas duras, lampiñas y un poco más blancas que su cuerpo, pude ver en el movimiento el aro anal de Miguel, pues estaba dura la llave para abrir la manguera y pude oir entre rujidos unas palabras.
- ¡Esta mierda!
El chorro del agua saltó furioso, yo estaba desnudo y escuálido, distraído mirando la escultura que era su cuerpo, Miguel giró con la manguera en una mano y con la otra sobándose el miembro viril enhiesto. Me invitaba.
- ¡Acércate! Y seguí todas sus órdenes.
Me despertó el mismo dolor.
21
Un chorro de sol se colaba por la anchura de la empinada calle de La Concordia. No había pavimento, sino una plataforma de cemento gris, oscurecido por el aceite de los automóviles, azotado por la inclemencia del sol y brilloso por el roce de los cauchos. Todo aquello hacía de La Concordia una calle líquida, un piso untuoso sobre el cual la gente se veía como Cristo caminando
sobre las aguas. El sol arreciaba tanto que si uno levantaba la vista para otear el infinito de la calle que se perdía en un punto de dudosa perspectiva escondido a la mirada pero ciertísimo
porque era justamente la casa de la señá Conchita "La Poneinyecciones"; era tanta la resolana, que uno creía mirar olas transparentes sobre la hilera de casas y las sombras que se proyectaban sobre la calle aguada. Las sinuosidades se multiplicaban y movían a tal grado que uno se sentía inmerso en el agua del río, y como costaba tanto abrir los ojos para mirar, uno tenía la impresión de estar bajo el agua justo en el pozo donde la cascada de La Candelaria cae con fuerza y frescura.
La Candelaria era uno de los ríos cercanos al pueblo de Angostura, y era un placer por las muchas cosas que se podían hacer en un día de río, o en una Semana Santa de campamento familiar.
Antes del alba se escuchan los ruidos pequeños por toda la casa de la Concordia. Lorenza era la primera en despertar, se levantaba de su enorme cama, en la habitación que quedaba frente al segundo comedor, el informal, donde se hacían las comidas diurnas y ligeras, y se dedicaba a preparar el café, que rápidamente invadía de olores toda la casa a oscuras. Luego la voz de la esposa del profesor y una risa que a las claras dejaba ver que estaba contenta, porque aunque es una mujer catira, le encanta el sol, que casi siempre le ampolla la piel y tiene que untarse de crema fría para dormir.
- Paulita, la gente como que se va de vacaciones.
- Tienen derecho, Fefa. Y mejor apúrate o no vamos a llegar a la
primera misa.
- Sólo me tengo que poner el camisón.
- ¿Hoy no te vas a bañar, Fefa?
- No estoy cumpliendo años.
- Pero es Semana Santa, mujer. ¡Y el calor!
- Está bien, está bien...
La maestra a regañadientes se levantaba de la cama blanda y se iba al patio, donde ponía a calentar el agua para echársela de a poquitos con una totuma, y mientras esto hacía continuaba pegando la oreja a la pared de ladrillos juntados con barro, la que quedaba cerquita de donde estaba, en la casa del profesor, el enorme salon de baño dividido en dos partes, un lado para la ducha, y otro con su propia puerta para la poceta, el bidé y un lavamanos.
La ducha de la casa del profesor era grande, y en medio de ese generoso salón se encontraba, como si fuera una lámpara, la regadera. Esta era un ancho plafón a la que llegaba el agua a través de una tubería que salía de la pared y estaba mágicamente suspendida en el aire. El gran plato al que llegaba el agua tenía tantos agujeros que uno siempre se perdía contándolos, aunque pasara horas bajo la lluvia de la regadera. El profesor se plantaba en medio de la puerta, abría la llave de la regadera, esperaba un rato, que el agua corriente se aclimatara al ambiente, veía aquella cortina de agua, como lágrimas de San Pedro, como un penetrable cinético, y repentinamente decidido, en un impulso, se metía bajo la regadera, ahogando griticos por el contacto del agua fresca con la piel caliente por las mantas de la cama y del sopor y de la pasión nocturna, y luego brincaba y saltaba despertando así la piel, los músculos, el cuerpo y el espíritu, dispuesto para cargar la camioneta tipo ranchera, de cuanto paquete, sillas y mesas plegables, juegos de carta, una parrilla, carbón, toallas y tantos enseres que la ida al río parecía siempre una mudanza o un largo viaje o un escape como si uno no fuera a regresar más nunca. Ya los niños habían pasado todos por la regadera, que luego de abrirla no volvían a cerrar sino hasta pasada una o dos horas, y la maestra gritaba desde el patio vecino.
- Cierren esa regadera, Profesor, que se va a vaciar el río.
Paulita servía un pocillo lleno de guarapo caliente, y en un plato de peltre descascarado, viejo, feo, de flores rosadas y desvaídas apenas perceptibles, casabe y un trozo de queso. La maestra se quitaba la bata de liencillo crudo que usaba para bañarse, se ponía el camisón, sin sostén ni pantaletas, escondiéndose de la mirada de Paulita y de ella misma que se negaba a enseñar y verse a sí misma las partes púdicas, se sentaba en la mesa de la cocina, con un hule desteñido, con los cuadritos borrados aquí y allá, dando la sensación de vacíos, de baches, carare en el dibujo del mantel. Y le decía a Paulita.
- Yo no sé que tanto se baña esa gente. Seguro que van para el
río, no tienen bastante con el agua de allá.
- Es el último pedazo de queso, Fefa. Cuando vengas de la misa
tienes que pedirle a Camburelli que te fíe un pedazo grande.
- ¡Guá, Paulita! Camburelli se murió hace años, será al musiú de
la esquina.
- Será, porque de seguro que cierra la bodega por tres días y
después no tenemos que comer.
- ¡Guá! Será sapoara.
- Será. Si sacan bastante este año, de seguro que en la tarde
regalan la que no se venda.
- ¡Ajá!
En el pozo del río de La Candelaria podían verse las sardinas, en cantidades, nadando en el agua cristalina. Ellas huían de las corrientes en cardúmenes que cuajaban los remansos. En silencio íbamos con enormes coladores que sumergíamos de repente en el agua y sacábamos con kilos de sardinitas que llevábamos directo a la paila sobre carbones y leños donde hervía el aceite. El casabe se mojaba en agua potable traida desde la casa en botellones y esa era la comida. Más allá en las piedras, se tendían las mujeres para tostarse la piel, mientras muchachos y otros vacacionistas se lanzaban a los pozos desde las ramas de los árboles y los más expertos nadadores se aventuraban hasta el pozo hondo donde caía la cascada grande del río. A veces alguien gritaba que había visto un temblador o una culebra de agua y entonces todos corrían hacia la orilla y el río se quedaba solo por un rato. Pero luego de vigilar las aguas transparentes o cuando sacaban el animal todo el mundo volvía a nadar. Declinaba la tarde y ya todo estaba recogido para volver a casa.
- Maestra, le trajimos unas sardinas.
- Que bueno, Profesor. Paulita las estaba esperando.
La maestra ya había comenzado a bajar la inclinada cuesta de la calle Concordia, un escalofrío repentino la detuvo justo frente a la casa de la maestra Rosita.
- La pobre Rosita. Pensó la maestra, y se quedó mirando hacia la casa abandonada donde había vivido la mujer.
22
Rosita era una mujer de tez muy blanca y de piel frágil y quebradiza como las hojas secas que cubren la cebolla. Usaba lentes gruesos, enmarcados en pulido carey que daban forma gatuna a sus ojos. Era la más vieja maestra, la antecesora de todas las maestras de la región, la respetaban las maestras de escuelas públicas como Rosaelena Rodriguez y las maestras realengas como Fefa. Los alumnos de Rosita creían mirar a través de los vidrios de sus lentes oblicuos, unos ojos azules, tristes, anegados de perennes lágrimas. Daba siempre la impresión de estar soñando y para colmo parecía que si uno la tropezaba se deshacía como el algodón de azúcar o como el papel viejo de las flores que ocupaban su manos nerviosas sin descanso. Rosita ya no tenía escuela, pues estaba demasiado vieja para lidiar con estudiantes y vivía de vender sus flores de papel que brotaban hermosas de sus dedos y de preparar a pocos niños para la primera comunión. La anciana mujer catequizaba a los pequeños rodeada de aquella exótica naturaleza de flores muertas y en medio de una opresora impresión de lejanía inmensa, de tristeza, de que se llora porque vivimos en un valle de lágrimas y es nuestra única ocupación mantenerlo húmedo.
- Aquí le traigo a mi hijo, maestra Rosita. El padre Angel me
dijo que usted lo podía preparar para la Primera Comunión. Va a
ser en mayo.
- Mayo es un mes bonito para las flores.
- Es que mi hijo nació en mayo, y su papá quiere celebrarle el
cumpleaños y la primera comunión al mismo tiempo.
La esposa del profesor no dijo la verdad, el profesor ni siquiera se había preocupado por la educación religiosa de su hijo. No es que fuera ateo, pues respetuoso de la iglesia se le notaba a leguas, pero en verdad no creía fundamentalmente en la formación religiosa, sino en la formación intelectual, y alguna vez se escuchó en sus tertulias y tenidas literarias el reclamo a la iglesia de jugar una papel muy poco justo en el devenir de la historia. Fue así como ella, la esposa del profesor, siempre tan sumisa a las órdenes de su marido, dejó de ir a la catedral, al igual que dejó el magisterio el mismo día en que se casó con el recién graduado profesor. La esposa del profesor no dijo la verdad, porque ella se empeñó en que su hijo hiciera la primera comunión en mayo, ya que el día de su cumpleaños caía en domingo, y de esa manera tenía la verdadera excusa para hacer una gran fiesta con doble motivo de celebración, era así su gusto por las formas y convenciones sociales. Ambrosio le dijo a la catira:
- Habla con el padre Angel, catira. Tú sabes que ese hombrecito
es muy consentidor, de seguro que conviene en que tome la
primera comunión justamente el día de su cumpleaños. Y que
ocasión, darling, aunque sea varón hay que celebrarle en grande
su cumpleaños, yo mismo me encargo de diseñarle el traje para
la primera comunión.
- Eso ya está listo, Ambrosio. Mira, ¿qué te parece?
- Nunca me gustó el color gris.
- Pero es un niño, Ambrosio, no puede vestir de negro.
- Y mucho menos de rosa. ¿Qué te parece todo de blanco?
- Eso es para las niñas, Ambrosio.
- Es una lástima, pero sigo odiando el color gris. Aunque me dejo
convencer por tratarse de una hora temprana en la mañana. Habla
con el padre Angel, catira.
Y así fue. Como no habían otros niños para justificar un curso de catequización para varones en la casa parroquial y las hermanas de la capillita de las Siervas del Santísimo Sacramento estaban muy ocupadas con los retiros espirituales de las Hijas de María y no era pertinente aceptar a un muchachito porque el sexo femenino era condición estricta para formar parte de la selecta legión católica, el padre Angel le recomendó a la maestra Rosita. Esto significó un gran problema para la esposa del profesor, pues su marido no podía aceptar, como director de un liceo público de prestigio, que su hijo fuera a recibir clases a una escuelita casera. Motivo por el cual jamás sus hijos pusieron un pié en la escuela de la maestra Fefa.
- Pero la maestra Rosita ya no tiene escuela, morcito. Ella está
retirada, sólo acepta niños para enseñarles el catecismo.
- ¿Por qué no se lo enseñas tú?
- Porque el Padre Angel dice que tiene que ser una persona
autorizada, y como nosotros no vamos todos los domingos a misa.
- Esta bien, lleva el niño a casa de Rosita.
El primer día de clases de catecismo el pequeño amaneció con fiebre. La maestra Fefa que había venido por el patio a pedirle una taza de café a doña Lorenza, se enteró de la enfermedad y peor aún del motivo.
- ¿Y por qué lo van a llevar a la maestra Rosita?
- Bueno, Fefa, cosas del curita ese. Le dijo a mi hija que si
quería que el niño hiciera la primera comunión, tenía que
recibir clases de catecismo.
- Me hubiera dicho a mí.
Durante los dos meses que el niño fue preparado para que hiciera la primera comunión, Fefa no volvió más, y que se recuerde fue la única vez que se distanció de la casa del profesor. Lorenza hasta la vio un día llorando en el patio, y cuando le preguntó qué le pasaba, no recibió contestación.
Cuando llegué a la casa de la maestra Rosita, venía muy abrigado, y a las dos de la tarde, con aquel calor, sentí que me iba a desmayar. La casa estaba llena de flores por todas partes, coronas con rosas azules, azucenas amarillo pollito, cayenas rosadas, lirios blancos, todas de papel. Mi mamá me dejó en la salita alta de aquella casa casi vacía de muebles, con apenas una mesa y dos sillas que le peleaban puesto a una cantidad enorme de cestas de mimbre, cajas de cartón, vasijas de barro con flores de mentira. Cuando mamá se fue yo me quedé paralizado, y la maestra Rosita, blanca, pálida, más atemorizada que yo, arrugadita, flaca, flaquísima, con los lentes que parecían un antifaz de carnaval, con el pelo desteñido de un color que no lograba adivinar, las manos rojas, las uñas cortas y amoratadas por la cutícula, la respiración agitada de los dos mirándonos sin saber qué decir.
- Siéntate aquí.
Rosita me enseñó la pequeña silla que había cerca de la caja más grande, me puso en las manos una cantidad de papel crepé y unas tijeras.
- Vas a cortar el papel en tiras delgadas, de este tamaño.
Yo comencé a cortar el papel con sumo cuidado, diestramente, pues siempre me sentí atraído por las tijeras, que mi abuela manejaba con arte de sastre. Y así me quedé, toda la tarde, hasta que vinieron a buscarme.
- ¿Qué te enseñó hoy?
- Nada.
- ¿Nada?
Y no se habló más en la casa, mi abuela en la noche me acompañó a rezar el Padre Nuestro, que yo me lo sabía desde que aprendí a decir papá.
Con la maestra Rosita aprendí a hacer las flores de papel crepé, ella me dijo que algún día podía enseñarme a hacerlas con papel de seda, que eran más finas aunque menos duraderas, y que también podía revestir las flores con cera de velas, y que así duraban años, y se podían limpiar del polvo. Yo nunca me atreví a recordarle a la maestra Rosita que no me habían llevado para que me enseñara manualidades y como me gustaban las flores me quedé callado, aprendí y llegó el día de la Primera Comunión.
Mamá estaba muy contenta, había puesto en el patio de cemento pulido una enorme mesa con manteles blancos, flores, frutas, vasos, copas, tazas, platos y los mejores cubiertos de la casa. Mamá que era muy dada a las decoraciones, había adornado el patio con motivos religiosos y con bambalinas muy delicadas de papel de seda que colaban la luz que traspasaba por entre las hojas de los árboles. La brisa era suave, la mañana alegre, y todas mis tías, primas, hermanas y familiares femeninos parecían haber dormido en la casa, pues desde muy temprano lo tenían todo dispuesto. Mi abuela me recordó que debía rezar y me dijo que el cura seguramemte, luego de la confesión, me diría que tenía que rezar tres Aves Marías y dos Padre Nuestro, porque yo era un niño y los niños no tienen grandes pecados. Mamá entró a la habitación
y me enseñó un trajecito gris, que había hecho un sastre que visitáramos dos semanas atrás, y, ¡oh terror!, unos zapatos de gamuza gris oscura, gruesos, como zapatos de obreros, que me hizo un zapatero del zanjón, un hombrecito serio que tuvo una intensa conversación con mamá y que para mí era ajena, pues yo miraba las leznas, los cueros, los moldes que simulaban pies lisos de madera, como de santos, y veía los tarros chorreando cola de zapatero, amodorrado por el olor extraño, mientras mamá insistía en indicarle al zapatero remendón, mil veces, los detalles de los zapatos que llevaba dibujados en unas hojas blancas, aquí de frente, allá de lado, una vista aérea, y que según ella los había calcado de una revista de modas masculinas que Ambrosio le había enseñado. Nos fuimos del taller del zapatero y cuando la mañana de la comunión, ví aquellos zapatos grises horrendos, como ratones gordos, me puse a llorar.
Llegué con los ojos hinchados y los guantes húmedos a la casa parroquial, media hora antes de que comenzara la misa. El estómago vacío, porque debía mantenerme en ayuno y sin ni siquiera tomar un vaso de agua, reacción de malcriadez por los obligados zapatos de rata. La camisa blanca demasiado almidonada me escocía la piel, la cinta apretando de más el cuello, el lazo en la manga del traje gris perdía el equilibrio al mínimo movimiento, imponiéndome un riguro hieratismo, la vela por el calor y la presión de mi mano empezaba a ablandarse, borrándose el dibujo del cáliz, ensuciándo mis guantes con polvo dorado, y al mal humor por el vestuario no logrado se sumaba el miedo de ignorar el catecismo, el miedo a la confesión, yo que ya me intuía pecador. Era un infierno el día de mi Primera Comunión. Entro el cura, me llevó a una habitación húmeda y encerrada, mohosa, cerca del altar. Me dijo:
- Reza tres Ave María y dos Padre Nuestro. Salió como si estuviera apurado, o desinteresado en mí. No hubo exámen de catecismo ni confesión, porque al rato volvió a entrar el padre y me dijo:
- Ahora reza el "Yo Pecador" y de seguro que Dios perdona todos
tus pecados.
Yo no me sabía el "Yo Pecador", ni tampoco cuales eran todos mis pecados. Fui al altar, abrí la boca obligado por las manos con las uñas sucias del monaguillo, me obligaron a tomar aquella galletica redonda que se me pegó al paladar, y es para no creerlo, mi mamá aplaudía desde el asiento como si se tratara de una representación. Otros invitados y mis tías también aplaudieron, el cura se los reprochó en el púlpito, la gracia de Dios no es un espectáculo ni la comunión un acto de variedades, ni recibir a Dios una actuación para aplaudir, y creo que después se refirió a mí, pero estaba demasiado distraido con la conchita pegada al cielo de mi boca, tratando de reconocer su sabor a nada.
En la fiesta, que duró todo el santo día me dijeron que ya tenía a Dios en el cuerpo. Antes de dormir me busqué a Dios, las marcas, me desnudé completamente, me acordé de Miguel el bello y del Gordo el bueno, y fué la primera vez que manché las sábanas, me levanté de la cama, me puse el pijama, no sé por qué tuve la certeza de lo que era pecado. Limpié la mancha, pequeña, agarré entre los dedos el líquido baboso, no olía, lo probé, sabía a nada. Yo pensé que era Dios que ya estaba en mí.
23
La maestra eludió un escalofrío, como si algo se le hubiera metido en el cuerpo, una fiebre, un mal, un presagio. Frente a la pobre casa abandonada de Rosita tuvo la sensación terrible de la muerte, se persignó y vió hacia el final de la calle de La Concordia con miedo. Fue instinto, pero se le cruzó en la mente la señá Conchita.
- ¡Guillo, zape gato!
Ella se había contagiado del temor que despertaba en todos la señá Conchita, pues era la única que se prestaba a ponerle inyecciones a los niños del pueblo. La propia Fefa se sentía culpable de sembrar la ponzoña del miedo en los infantes, porque fue ella la que un día empezó con la amenaza de enviar a los escolares a la casa de la señá Conchita como castigo, pues los muchachos de hoy día ya no creen en cuentos de muertos ni cuartos del ahorcado como en otros tiempos. Todo comenzó un día en que la maestra había azotado tan duramente a Fito, su hijo adoptivo ya muerto, y descubrió que los niños no hacían la tarea sino que seguían por el ojo de la cerradura la pelea de la maestra con su hijo. Fefa se sintió con los brazos cansados para continuar con el látigo en alto, y como quiera que ella se había dado cuenta que a los muchachitos se les había endurecido el pellejo, curtida la piel de la costumbre de los cuerazos por tanta indisciplina y falta de aplicación, tuvo miedo de que alguno de los zagaletones se atreviera a sacarle la lengua al látigo vipério. Fue así como no le quedó más remedio que amenazarlos.
- El que no se sepa la tabla del nueve para esta tarde, lo llevo
donde la Señá Conchita para que le ponga una inyección en la
nalga.
Esa noche la maestra estaba sentada a la puerta de su casa escuela en La Concordia, agarrando fresco. Lorenza que estaba en una mecedora que había sacado a la acera, le dijo:
- Maestra, no le parece un crueldad amenazar a esos muchachitos
con la pone inyecciones.
- ¡Guá, Lorenza!, ya no le tienen miedo a la correa. Por cierto,
si el niño se sigue orinando en la cama deberían amenazarlo
igual. Eso es malcriadez de ese muchacho, o se deja de orinar o
lo llevan donde la Señá Conchita.
Yo escuché desde la ventana la voz de la maestra Fefa. La oí como si fuera el chillido de una arpía, con su voz de lora vieja y su risa entrecortada por la tos. Esa noche no pude dormir, sudaba por el calor y el miedo. Mamá a media noche vino hasta mi cama y como yo estaba tan ensopado ella creyó que ya me había hecho pipí.
- Caramba hijo, ya te mojaste en la cama otra vez.
Yo le hice ver que estaba enfermo, y mamá se quedó junto a mi cama hasta que me quedé dormido. Yo tenía miedo pero el sueño me venció.
Parado en medio de la calle cola de caballo, veía en el medio de la bifurcación la casa de la Señá Conchita. Aquella puerta grande, enorme, se abrió sin que nadie la empujara. El pasillo de la casa estaba oscuro, tenía el piso de baldosas brillantes y las paredes pintadas al óleo, todo parecía resbaladizo. Al final del zaguán veía una puerta con vitrales, y detrás una luz naranja, como si un incendio o mil velas encendidas estuvieran detrás de ella. La calle se veía solitaria, y como el pavimento siempre estaba sudoroso, resbalé y no pude agarrarme ni siquiera de las alcantarillas. La casa parecía un imán y yo de hierro no podía resistir a su atracción. Fui a dar en la caída al propio pasillo, y detrás de mí la puerta de la calle se cerró como cuando uno queda atrapado dentro de un escaparate. No tenía fuerzas, el miedo estaba pegado a mí como una enredadera que no te deja libertad de movimiento. Yacía en el piso acuoso, y los dedos palpaban la melaza del piso. Recordé que la señá Conchita siempre escupía al suelo.
Yo la había visto una mañana, muy temprano, en la que no podía dormir porque empezaban los días en que Arepapelá no aparecía. Vi la figura larga de la mujer, con su cuello de giganta, a pasos firmes, embozada con un velo tan negro como su ropa, parecía una monja del diablo.
- ¡Bicho! Y escupió al piso como quien hace una contra a una
maldición.
Se impresionó la maestra por la aparición creciente que pisaba el medio de la calle. El sol no la dejaba distinguir la figura. Primero un punto, como una bola que en vez de bajar subía La Concordia. Será un pedazo de periódico movido por el viento. Pero no había brisa, ella que llevaba el velo sobre los hombros, pudo darse cuenta de que nada soplaba porque ni un mechón de pelo se movía. La maestra se dio cuenta por primera vez que el moño de la nuca se estaba deshaciendo. Se detuvo en la calle, levantó los brazos para llevarlos hasta el cráneo, y de repente pensó que quien la estuviera mirando creería que un espanto la llevaba al gesto.
- ¡Bicho!
Repitió la maestra, y se olvidó del pelo. La figura crecía y ululaba con el horizonte movedizo. Las manos se quedaron quietas, con la enorme horquilla con la que sostenía el zorongo. La asía con tanta fuerza que una punta se incrustó como una espina. Una gota de sangre hizo ojo en sus manos mientras la sombra crecía.
- ¡Dios Bendito! ¿Qué vaina es esta?
La cristalizó el susto. Ahora la aparición era más que un punto. Un cuerpo. Un cuerpo deshilachado de un hombre que apenas podía sostenerse en pié y que parecía avanzar dando tumbos en un desierto. El hombre crispó las manos que se vieron enormes al trasluz del sol. Venía enfermo, venía desfalleciente, penante y a poca distancia Fefa supo que era Arepapelá.
- Arepapelá, ¿qué te hicieron mijo?
- A machete, maestra, a machete me mataron antier.
Tiene que ser la señá Conchita que va a inyectar a alguien. Era ella. Yo la vi subir la calle, llevaba la inyectadora como quien carga un arma enhiesta, un crucifijo bacular, un puñal amenazante. La punta de la jeringa estaba húmeda y era tan afilada que el mismo aire le temía. El ojo lloroso de la jeringa miraba al cielo y este se encogía, se retiraba de la tierra haciendo más hondo el hueco alrededor de la figura de perro negro de Conchita. Yo también me encogí detrás de la celosía, y estaba tan pequeño que tuve pavor de colarme por entre las rendijas. Y la sombra de la mujer cubrió mi ventana, y vi como escupía el piso de la calle, cerré los ojos y no pude escapar a la aparición.
Ya estaba en el piso del zaguán, en medio de los salivazos que hacían asqueroso el suelo de baldosas. Cerré los ojos y oí el chirrido de los goznes, el crujido de las bisagras con orín. La puerta con los vitrales se abría, lentamente. Yo estaba tirado en el piso haciendo una fuerza enorme para que mis ojos se mantuvieran cerrados, pero pudo más la luz de la candela, el calor, la inmundicie de los escupitazos, y algo, todo, me obligó a abrir los ojos y vi a la malvada mujer, con la inyectadora en la mano, con su sonrisa hueca y desdentada, con su falda levantada y el triángulo hirsuto de pelos que parecían sacar una lengua de guacamaya negra. Avanzaba sobre mí, la cabeza pelona, la inyectora chorreante, la cosa aquella que llevaba entre las piernas, rala de pelos, abombada como las ojeras de mala noche, con medias negras y gruesas hasta la parte alta de los muslos. Hedía, el hedor era espantoso y penetrante, era el mismo mal olor de cuando los pescados se pudren a la orilla del río los días de mucha pesca. La boca de la mujer caimana, la entrepierna de la mujer bagre bigotudo, el candelero al fondo de la casa y yo pequeño, tembloroso, estúpido, tirado en el suelo, hasta que fui arrastrado por una mano que era garra de gavilán. Me arrancó el pijama, la tela apenas se resistió. La mujer metió mi cara entre sus piernas, y yo me sentí como asfixiado, en medio de la oscuridad y de aquella putrefacción, que restregaba sus senos duros en mi espalda húmeda y dibujada de espinazo, hasta que de repente adivino, la inyectadora penetra mi carne, se engarrota la nalga y siento que me atraviesa y duele el mismo dolor.
- ¡Ay!
Mamá sobre mí, que llora, que pregunta, que trata de calmar. Y la abrazo con miedo, y ni siquiera me atrevo a decir lo que ha hecho Miguel, no el Gordo, por miedo a volver donde la señá Conchita.
- ¡A machete, maestra, me mataron a machetazos!
El grito de Arepapelá se escuchó erizante, pero nadie lo oyó. La maestra quiso abrazarlo, pero él como una vejiga de caucho viejo, se fué hacia atrás, y rodó por toda la calle, desde el frente de la casa de la maestra Rosita, hasta allá abajo, hasta el frente de la casa de la Señá Conchita, donde desapareció para siempre.
La maestra tuvo el impulso de correr, dejarse llevar por la gravedad obligante de la cuesta que era la calle, correr detrás del pobre hombre que había desaparecido, succionado, abismado en la perdición de la bifurcación que estaba al final de la empinada. Devota de la Cruz, dijo para si:
- ¡Santa Cruz del Perdón!
Y la salvó la buena humanía, la fé. La Cruz del Perdón que era milagro y salvación para los angostureños.
- Le debo una visita - pensó la maestra. Pues había levantado la mirada, y viendo el sol sobre su cabeza, pensó que había sido víctima de una alucinación. Arepapelá tenía días que no aparecía por La Concordia, y ya el hijo del profesor empezaba a sufrir la ausencia.
- Maestra, hace días que Arepapelá no viene. Mi mamá dice que
debe estar bravo conmigo, pero yo sé que no. ¿Por qué no
pregunta, maestra Fefa? A uno de los muchachos de la escuelita,
de los que viven en Perro Seco, mande a preguntar maestra.
- Ya lo hice, pero nadie sabe nada. Nadie lo ha visto.
- ¿No será la señá Conchita, no será ella que le puso una
inyección?
La maestra siguió averiguando, pero nadie sabía qué era de la vida de Arepapelá, hasta hoy domingo cuando lo vió venir hacia ella, bajo el solazo, y le dijo que lo habían matado a machetazos. Pero no se puede uno confiar, cuando está tanto rato bajo el sol.
24
Detrás del patio de cemento gris, pulido, estaba el traspatio de tierra. Tierra roja en la que los hoyitos de las hormigas parecían rosetones de lechina, pues la acción de los insectos, que humedecen y boronan la tierra en mínimos granos, se volvía rojísima, encendida, enfermizamente encarnecida alrededor del pequeño agujero. Castillos de onoto molino, oteros enanos. Guayana tiene esa particularidad, en cualquier sitio el suelo se brota, se erupciona, se abre para dar respiro a las piedras. Un promontorio de peñones y lajas oscuras, ferrosas, de líneas plateadas y betas de bronce, oro y carbón, en filones de mil formas que se han compactado desde el principio del tiempo. La Casa de La Concordia, la que una vez regalara Camburelli a su hermana Lorenza, la que cediera ella a su hija menor, la que ahora regía la autoridad en crisis del profesor, no escapaba a la enfermedad de la tierra. Como si fuera costra, como si fuera un mal, sarna, las piedras se asomaban al fondo del patio de tierra, y perfilaban el horizonte del solar en una línea rota, crujiente, accidentada. Se convertía el límite del patio en un balcón, un mirador hacia la gran culebra que era el río, y desde ahí, se miraba un incitante allende al poblado de Soledad, del otro lado del río. Las aguas inmóviles como la columna de mercurio del termómetro, teñían de dudosa perspectiva el más acá: puerto de Santa Ana, cine Royal, bar de la Sapoara; y el resplandor opacaba el vértigo del barranco que dejaba allá abajo las casuchas del zanjón. Mientras más arriba estaban las casas de La Concordia, más pendiente era el barranco y más limpio el horizonte.
Los meses de gran tensión tenían exhausta a la familia, las mañanas lentas, desanimadas, tristes, eran ahora más hondas para el niño, a causa de la ausencia de Arepapelá. Los días de clase en la nueva escuela, provisional por la sospecha de la huída, habían desamparado aún más al pequeño de su ya natural tendencia. La madre preferió el turno de la tarde para el nuevo curso escolar, consciente de las dificultades matutinas del hijo, pero ella tan avisada de las afecciones del niño no se percataba, tal vez por la delicada situación íntima y familiar, que la ausencia de Arepapelá menguaba la salud del pequeño, sumiéndolo en la enfermedad. La fiebre se repetía todos los mediodías, y las voces de la gente la relacionaban con la escuela, por lo que una tarde lo enviaron a clases encendido en fiebre. Antes de la hora de salida ya estaba en casa, molestaron a su padre, lo llamaron al despacho donde ocupaba un importante puesto del gobierno regional, para que enviara un chofer con la camioneta verde oficial, a recoger al enfermo y trasladarlo a la casa. Los cuidados de la madre y los rezos de la abuela bajaron la temperatura. Lorenza dijo que era Mal de Ojo, y la madre, engreída como estaba de la apariencia de sus hijos, le creyó. Comenzaron los rezos, todos los viernes, y las ramas, de cuatro tipo de matas, se guardaban durante la semana bajo el colchón. Las hojas secas se mezclaban con el olor del orín y la habitación apestaba a madriguera.
Todas las mañanas, el niño se levantaba en su salsa ysin que nadie se diera cuenta salía al patio.
Las mujeres estaban muy ocupadas, la muchacha negrita que habían criado para la limpieza y el planchado de la ropa, hacía sus oficios. La abuela se entregaba a la cocina, pues desde que Lorenza dejó la costura, tomó con el mismo fervor de la máquina de coser, el fogón y las pailas. La esposa del Profesor usaba las mañanas para las diligencias en la calle, y como debía aparentar tranquilidad y los nervios necesitan distracción, se inscribió en una escuela particular de artes y oficios femeninos. Corte y costura, tejido en crochet y en rafia para la elaboración artesanal de carteras, esterillas y cubrecamas. Secciones de bordado en sedalina mareada y cursos de pintura al óleo. Y se perdía en las manualidades, entre carteras de rafia dorada que nunca terminaba, pájaros azules y esquineros, cuadros de flores acuáticas flotando abandonadas en medio de una oscuridad impresionante. La hermana se dedicaba al piano, a las muñecas, al peinado, al jueguito de maquillaje, cuando no venía la Tata y se la llevaba desde temprano a la casa de la tía Olimpia, donde la niña era objeto de veneración y atenciones de caprichos.
El niño vagabundeaba el patio, veía las hormigas que se trepaban a la mata de guayabas y que lo alejaban de las frutas gusaneras. Luego el tamarindo, muy verde o demasiado ácido, la mata de níspero, los mangos mujeres porque eran grandes, los mangos varones, chiquitos y cochineros. La mata de uvero, que tenía el mejor sabor, la mata de ají, que picaba las manos y los ojos apenas de verla, la mediagua donde se guardaban los cachivaches viejos, a los que el niño fue dejando de registrar por el miedo a los tuqueques, escarabajos, lagartos y murciélagos. Y después de todo aquel mundo salvaje del patio, después de las carreteras y caminos dibujados en la tierra con una pala y un rastrillo, después de todo lo que poco a poco se había hecho familiar y aburría, estaba el piedrero, el balcón sobre las rocas, y la mirada perdiéndose en un mundo vasto, infinito, que guardaba un más allá, que despertaba instintos y curiosidades arrebatadas por la enfermedad del sol.
Sentado en las piedras podía pasar horas, mirando, pensando y sumido en aquel estado de ensoñación, fantástico. Comenzaba por escrutar el cielo, casi siempre limpio, impecable, ni siquiera una nube. Era un cielo sin color, pero no feo. Era un cielo liso. Una inmensa pantalla de neón que daba inicio a una pesadilla que se repetía matemáticamente desde la desaparición de Arepapelá.
Me despertaba asustado, suspendido en medio de la oscuridad de la habitación, tal como las flores que pintaba mamá, flotaba en el incierto. Y a pesar de mi hermana que dormía a pocos pasos, en su cama rosada, dentro del mismo cuarto, me sentía solísimo. El silencio nocturno, la humedad de la cama recién orinada, todo, me hacía insoportables y largas y temidas las noches de niño. La pesadilla se repetía invariablemente, tanto que podía adivinarla. Me encontraba solo, desamparado, en medio del cielo que contemplaba desde el balcón de piedras. Suspendido en medio de aquel blanco grisáceo azuloso. Era claro, pero a decir verdad o el sueño era en blanco y negro o la técnica del color era tan desvaída que no se adivinaban con certeza los tintes. Solitario empezaba a caminar sin rumbo, hacia ninguna parte. El piso planchado, suave, como papel blanco de dibujo, sin trazos, nuevecito; de impronto empezaba a hacerse rugoso, áspero, agrietado. Yo saltaba para no escurrirme entre las hendiduras, viendo a mi alrededor como todas las líneas del suelo resquebrajado salían o venían hacia mí. De las rupturas y quiebres, de las entrañas y profundidades abismales brotaban negras y duras piedras. Ellas me iban cercando, aislando en un mínimo coto que también cedía a la metamorfosis del piso, y como si fuera un grano de maíz en una plancha caliente, en un budare sobre las brasas, yo empezaba a saltar impulsado por la fuerza de las piedras que nacían bajo mis pies y cuando ya estaban a punto de aplastarme, despertaba.
En la realidad, los síntomas de la insolación empezaban por pasar tanto rato contemplando el cielo resplandeciente. Cuando el niño bajaba la mirada y las formas desdibujadas de la orilla de enfrente, donde está el pueblo de Soledad, se movían, ya parecía estar en trance. El sol lo emborrachaba, pero la vista aún no se perdía, entonces dejaba los ojos fijos en el espejo del río. Los rayos del sol pegaban contra aquella superficie de mercurio y la resolana devolvía una visión espectacularmente estrellada. Como quien mira el universo a través de los lentes potentes de un catalejos, ya no había río, ni el pueblo de Soledad, ni calor, nada más los cuerpos desnudos de los caleteros en constelación de un nuevo mapa estelar. Cuerpos metálicos, brillantes, lunas, estrellas titilantes.
- Los hombres, abuela, como tus pailas recién brilladas con
esponjas de alambres y jabón rosado.
- Otra vez está prendido en fiebre.
Los hombres siendo verdaderos, eran preciosos como joyas, y sus cuerpos se movían acompasadamente, en danza, con suavidad pero viriles, feroces pero armoniosos. Eran de piedra metálica. Por el sudor o la distancia de la contemplación, los caleteros húmedos, eran nacientes del mismo río. Las voluptuosidades musculares: meandros y tallas. Otro río tan salvaje pero de sangre, les abultaba las venas. Los torsos contorneados por la costumbre de los bultos, los brazos en tensión levantando las cargas, las piernas duras soportando el peso, y la entrepierna embravecida, ofrecían el perfil del macho, bien se vieran de espaldas o de frente, perfectos especímenes. Mientras mayor era el esfuerzo, más hermosos se volvían en la distancia. Era la fragua. Todos los hombres nacían en el puerto.
- ¡Los hombres!
- ¡Delira!
- Es el Mal de Ojo, ya te lo he dicho.
- Voy a ponerle un supositorio a ver si se le baja la fiebre.
El niño lloraba de espaldas, mientras la madre, apartaba las nalgas del pequeño, untaba de aceite los delicados pliegues del enrojecido círculo anal, promontorio, llaga, y con un dedo introducía el supositorio. Volvía el dolor y la verguenza.
Las fiebres signaban su infancia. Nadie alcanzaba a imaginar que era víctima de la insolación, y cuando regresaba ebrio del patio, achacaron los delirios a un trabajo de brujería, montado por las malas mujeres con las que putañeaba el Profesor, culpable de la desgracia caída sobre la familia.
25
El solazo sobre la cabeza le tenía el coco caliente. Fefa se angustió, se daba cuenta que ya no podía medir el tiempo, ni siquiera adelantar sus pasos. Todo este rato seguía detenida frente a la casa de la maestra Rosita, bajo aquel sol que la achicharraba. Se sintió borracha, las piernas tembleques. El sudor era frío a pesar del calorón. Recordó que había visto al hijo del profesor varias mañanas sentado sobre las piedras del fondo del patio. También el solar de la casa de la maestra daba hasta el barranco que caía al zanjón. Precisamente aquel terreno era el único valor, pues mientras las otras casas de La Concordia prosperaban y tenían fachadas nuevas, otros techos, ventanas y portones, la de Fefa seguía siendo de bahareque. Las casas vecinas se iban remozando, la de ella parecía arrugarse, aplastarse como si fuera una torta a la que le chorreaba el nevado por efecto del calor que desprendían las muchas velas de los años.
El sol la corrió hacia la sombra.
- ¡Sale! Como a un perro.
Y no consiguió otro lugar para protegerse que el umbral de la casa de la colega Rosita, la más anciana de la cofradía, la retirada, la muerta y olvidada. Estando ahí la maestra tuvo la curiosidad de entrar a la vieja casucha abandonada. Desde que había muerto Rosita, nadie, ningún familiar había aparecido a reclamarla; el gobierno, en conocimiento, no se atrevía a hacer nada con la casa ruinosa, y así se mantenía más o menos en pie, con la apariencia de la pobre maestra si continuara viviendo. La maestra no resistió el deseo de fisgonear, y buscando el oasis de la sombra, esperando que pasara el chaparrón de sol que templaba al carbón la calle, como una espada larga, como la espada del Arcángel Gabriel; la maestra probó suerte, a ver si la puerta cedía al empujón, y fue a dar al interior, aparatosamente, tumbando la puerta, levantando tal cantidad de polvo que estuvo un rato en el piso, magullada por la caída, entre toses por la polvareda, confundida en las tibieblas. Poco a poco el polvo se disipó, aunque seguía pulverizando el aire, la tos le dio respiro, aunque parecía no necesitarlo, el dolor apaciguaba animándola a levantarse. La luz que entraba a la casucha por el rectángulo de la puerta desvencijada, iluminaba en perfecto ángulo un punto único de la estancia, y como quiera que el polvo seguía alborotado después de tantos años en reposo, todo lo miraba como si llevara una venda blancuzca en los ojos. Fefa atendió hacia donde se concentraba la luz que venía con atrevimiento de la calle. El chorro de sol parecía contento de horadar la oscuridad de tumba de la vieja escuelita, gozoso y violento.La maestra cayó en cuenta que estaba parada frente a una especie de altar. Camara mortuoria. Todas las flores de papel que Rosita había hecho en vida rodeaban el cuerpo de una muñeca de trapo de tamaño natural que era réplica de la maestra y florista. Una muñeca que a pesar de las gruesas y burdas costuras y los desgarrones por los que se asomaban tripas de retazos, parecía viva. Una muñeca con los dedos gordos en las puntas, sin que el algodón y los recortes de tela hayan podido mantenerse firmes en la funda que hace piernas, y brazos, y cuellos, y cabeza coronada por el pelo enhiesto que le daba el gesto de un erizado asombro. En efecto,la muñeca estaba aterrada ante la intrusa que profanaba su templo, su sepultura. Fefa se quedó igualmente impresionada. La momia de trapo llevaba un vestido de flores rojas, rosadas, violetas y naranjas, y entre ellas se veían hojas de un verde que alguna vez fue color. El trajecito de la muñeca de trapo, que era calcada de Rosita, llevaba un cuello tejido en hilo pabilo, un cuello que se había vuelto pardo, como cuando uno deja el pabilo a la intemperie. En la cintura llevaba un cordón tejido de manera parecida al cuellito alto y apetalado en redondo. Y la falda, cortada al sesgo de la tela, tenía remates en vez de ruedo, con el mismo motivo del pabilo en cadenetas y capullos. Todo lo demás, piernas, brazos, garganta y faz, eran gris cenizo, con tanto polvo encima que la muñeca parecía una de las mujeres que trabajaban en la panificadora, un poco más abajo en la misma Concordia. Así estaba de empolvada la pobre Rosita, y con el pelo tan tieso, que más bien se parecía a la Matamoros. Fefa se sentó en una sillita pequeña que estaba frente a la momia, discípula, mirando las más hermosas flores del mundo, resultas del arte de la rectora. Fefa se sentó con cuidado, el esqueleto le sonó, se vio las piernas hinchadas, los pies como los bollos pelones de Arepapelá, abultados tan cómicamente que ella creyó por un momento que estaba frente a un espejo y que la muñeca Rosita detrapo, era ella misma que se reflejaba. Fefa sentada estuvo tratando de entender aquel altar oculto dentro de la casa de la más vieja maestra. Una secta adoradora, cofradía, como era costumbre en estas tierras. Hasta que a sus espaldas, la sobresaltó una voz repentina.
- ¿Quién anda ahí...?
Fefa no se atrevía a voltear, tenía miedo de encontrarse con Rosita, porque si en el camino ya había visto a varios muertos, todos le eran conocidos y familiares. Rosita no se le había aparecido nunca, y le dio miedo que tuviera algún reclamo.
- ¿Quién es...?
Como Fefa no volteaba, la voz había hecho una segunda pregunta, en tono cada vez más agitado, incierto, atiplado, como la voz de una cantante que grita la nota más alta de su partitura. Unos segundos después, Fefa supo que era inútil no responder, que había llegado el momento. No volteó hacia atrás porque ahora sabía de donde venía la voz. Sin miedo, levantó la mirada, con seguridad, como quien tiene enfrente a una vieja conocida por la que se guarda un recelo, un enfrentamiento esperado por años, diciéndole a la muñeca de trapo.
- Tú me conoces, Rosita. Soy yo, Fefa. Si estas brava di. Que yo recuerde nunca tuve problemas contigo, celos sí, y resquemores, pero callados. La única vez que expresé mi rabia, fue cuando le enseñaste el catecismo al hijo del profesor.
La mujer que estaba detrás de Fefa no escuchó nada. No vio a nadie. Miró la muñeca de trapo que ella misma había hecho en un empeño de que la casa siguiera ocupada, pues como vivía al lado, temía la soledad de la casucha.
- Estoy esperando, di. Anda, di todo lo que quieras, Rosita.
La muñeca que seguía con la cabeza erguida, la dejó caer hacia adelante. La vecina que había entrado a la ruina salió de nuevo a la calle, no sin antes hacer con sus dedos la señal de contra y reprimir un ¡Lagarto!. La maestra conmovida levantó la cara de la muñeca de trapo, que tenía hasta los mismos lentes de ojos de gato y culo de botella de la maestra Rosita. Como la maestra vio que la cabeza se sostenía de nuevo, continuó la conversación.
- Es verdad que no te quise, a ti te dieron la pensión, Rosita,en
cambio yo la sigo esperando. A ti te reconocieron con diploma y
hasta una medalla de honor, y yo nada, Rosita. Tú fuíste la
primera pero no la única. A esta casa venían niños con familia,
en cambio en mi escuela, la mayoría son realengos, niños sin
padres, niños que vienen de Perro Seco, pobres y muertos de
hambre. Yo les di letras y comida, Rosita, yo les di todo.
Fefa se dio cuenta que la muñeca no respondía nada, pero detrás de los gruesos espejuelos, sus ojos parecían brillar, húmedos como eran en vida los ojos de Rosita. Fefa se animó a continuar en la seguridad de que Rosita la escuchaba.
- ¡Qué yo le pegaba a los niños! Bueno, la letra entra con
sangre. Yo sé que tú no aprobabas mis métodos para enseñar.
Igual que el profesor que está empeñado en que yo baje la
correa. Pero no, Rosita, yo la sigo teniendo ahí, en el clavo a
media pared. Ese látigo es un aviso, ese látigo les habla de la
vida a mis muchachos. Está ahí para recordar que nada se gana
sin golpes. Está ahí porque mis niños son como burros y hay que
sacarles el animal para enseñarlos a ser hombres, Rosita. ¿Que
alguna vez les dejé las marcas, las piernas rojas, la palma de
la mano dormida? Lo hice por ellos, Rosita. Y todos
aprendieron, todos sirven ahora para algo, todos los que
salieron de mi escuela estan bien preparados, para los estudios
y para los golpes que da la vida. Así que, yo estoy en paz
conmigo misma, maestra Rosita. Yo sé que hice bien, yo sé que
los cuerazos les van a servir a mis muchachos más que la
tabla del nueve, más que todas las letras. Ellos aprendieron,de
eso estoy segura, porque ninguno ha venido a reclamarme nada.
Fefa creyó ver que la muñeca de trapo tenía los ojos llenos de lágrimas, pero en realidad eran las lágrimas de ella misma que se reflejaban en los gruesos cristales de los lentes de Rosita. Lloró tanto la pobre maestra Fefa, delante de la maestra Rosita, que se sintió tan ajada como la muñeca de trapo, que se dio cuenta que ella y Rosita pertenecían al mismo magisterio, aunque se hubiera desahogado, aunque hubiera saldado la cuenta de sinceridad con la pobre ánima habitante de un saco de trapos con forma de mujer. Mujer vieja, fea, desrrengada. Fefa lloraba sentada en la pequeña silla, como una niña que le pide perdón a su maestra por el atrevimiento de hablarle tete a tete. Fefa estaba bañada en lágrimas, como la cara de la Virgen, como la Santísima. Fefa sentía el corazón apuñaleado de Rosita. Fefa sintió que ella le estaba atravesando el corazón a la maestra Rosita de trapos. Pero no podía parar, ni de llorar, ni de sentir recelos y endilgar culpas injustas. Ni siquiera podía pararse de la sillita y huir avergonzada. Estaba en medio de la sala y el polvo, bañada por el haz de luz que arremetía contra la oscuridad cortándola al seco. Estaba pegada, entumecida, y ya no podía ser el sol lo que provocaba aquella calentura de la que brotaba tanta amargura guardada, escondida, dentro de su pecho y que ahora quería decir y gritar, para no morirse mezquina y pequeña. Ya no era pía, no era bondadosa ni honrada. Había vivido albergando y alimentando este resentimiento que ella misma descubría hoy frente a la Rosita de trapos. Tenía que hurgar aún más, limpiar adentro. Se llevó una de sus manos al pecho, como queriendo apartar un seno del otro, la carne, y ver si en esa caja que tenía por cuerpo seguía guardando más resentimientos. Quería vaciarlos antes de morir. Tenía miedo de que la alcanzara la muerte sin haber expurgado toda esa rabia oculta, toda esa porquería innoble, toda esa hiel de morrocoya traidora a la sed del Señor.
26
- El amargo de Angostura es el punto secreto del cóctel Manhattan
que hace mi papá.
- ¿Qué vaina estas diciendo tú, muchacho? ¿Tú no sabes que los
locos son los que hablan solos? ¿Tú te quieres volver como la
Matamoros, mijito?
- ¿Cómo se hace el Amargo de Angostura, maestra?
- Guá, muchacho. Esa vaina es tan vieja que cómo voy a saber yo
cómo se hace.
La maestra tenía rato mirando hacia el fondo del patio. Estaba soñolienta y aburrida en su silla de paletas pegada a la pared donde colgaba la correa y justamente debajo del clavo. Tenía días embargada por aquel extraño humor, una inquietud, una ansiedad que no lograba descifrar. A todo se agregaba un sopor como de agosto, cuando la postraban las vacaciones y el calor la sostenía en fogaje de enferma. Hoy se levantó pesada y con el cuerpo pegajoso, el sudor volvía a ser frío y los ojos luchaban por mantenerse abiertos a causa del peso de los párpados hinchados. Los alumnos le habían preguntando si se sentía bien, y ella no había contestado, al cabo de un rato, cuando se dio cuenta que los pequeños estaban todos en sus sillas pequeñas, con los bultos sobre el regazo, en un silencio aterrador, a la espectativa, mirándola como quien ve a un animal moribundo encerrado en la jaula, se atrevió a decir.
- Saquen el libro Mantilla y se leen desde la página quince en
adelante.
Aquella orden tan vaga, dictada por la mujer con cara de sapo y piel de culebra y voz de señor, más ronca que nunca, había
dejado perplejos a los niños, hicieron lo que debían, y luego de un tiempo, siempre imposible de precisar, la maestra dijo:
- De memoria. Voy un rato a la cocina, y cuando regrese les tomo
la lección. Aquí dejo la correa, mirándolos. Ella me avisa,
ella me cuenta, el que se porte mal, el que apenas se mueva de
la silla, el que levante la mirada del libro, va a recibir más
cuero que el carajo, va a llegar a su casa con las nalgas
hechas trizas y las piernas marcadas como carne a la parrilla.
La maestra tenía pegada a la nariz el olor de la carne chamuscada por las brasas. Aquella incomodidad la sacó de la escuelita, hacia el patio, que veía blanco y resplandeciente bajo el sol del final de la mañana, cerca del mediodía. Jurungando peroles en la cocina, moviendo sin sentido latas, peltres viejos, cachivaches ociosos y magullados, como quien revuelve escombros sin ningún sentido, se fijó que el hijo del profesor estaba sobre las piedras y tuvo miedo que el olor a carne quemada, vinieradesde allá. Corrió por el patio reseco de su casa, entre el polvo rojizo y las yerbas enhiestas como espinas, y cuando estuvo muy cerca del pequeño, tratando de recuperar la respiración, lo escuchó hablar del Amargo de Angostura. Ella misma estaba desorientada, y hasta dudaba de la realidad que vivía. El Amargo de Angostura era para la maestra una mentira, cómo podían meter en un frasco ya no el sumo de las ramas, sino el jugo del ánimo de los que por aquí vivían. ¿Qué era eso del amargo? Ella que no creía en yerbateros ni brujos.
- Usted es maestra, usted debería saber, maestra Fefa.
- Tú mejor guarécete de ese solazo y vete para dentro de tu casa.
Que ahí lo que te puede es salir un tuqueque o picarte un
alacrán, mira que tú no eres iguana para estar ahí como una
teja aguantando sol.
- ¿Usted sabe lo que es un Manhattan?
- Guá, muchacho, qué voy a saber yo de esas guarandingas.
La geografía no era materia de preparar exámenes para aprobar la primaria. Ella les enseñaba cuál era la capital de la República, cuántos estados y sus capitales, territorios federales, los ríos, las montañas más altas, la coordillera de la costa y la andina. Las islas, lagos y lagunas. Todo era para la maestra como una tabla que había de aprenderse al caletre, pero ella misma no tenía idea de cómo eran las montañas, ni siquiera el mar, porque ella no los había visto nunca. El mundo limitaba por el norte con Soledad y hacia el sur con los negros del Callao, el Delta de un lado y del otro el nacimiento en tierras caliches del padre río.
- Usted es maestra, usted debería saber.
- Ay, mijo, a ti te hace mal este solazo. Y eso de sentarse en
este piedrero caliente, va a terminar sacándote las hemorroides
del culo.
Y hasta reprimió un -¡Perdón! Porque una maestra no debía decir palabras vulgares delante de sus alumnos, y para la maestra el hijo del profesor era sagrado. Aquel muchacho que no pisaba jamás su escuela era el alumno que ella había querido, el hijo, el que la había de salvar de aquella anonimia indigente. Había perdido una cuando hubo de prepararse para la primera comunión, pero en cualquier momento a ella podía pedírsele una mano para que el muchacho aprobara con bien unos exámenes. Entonces sí, coronábase en el magisterio, al fin un muchacho de familia, un favor que le adeudaba el profesor. El hijo del profesor era su última posibilidad de reconocimiento, de pensión y paz.
- ¿Usted sabe donde queda Manhattan, maestra?
Se extravió entre sus propios delirios. Tuvo un irreprimible deseo de acercarse al pequeño, apretarlo entre sus pechos flácidos y desinflados. Ella era tan seca y agrietada como un estero de tierra roja, ni una gota de leche guardada entre sustetas de vieja que añoraban los labios infantiles. Que desgracia, a ella no podían exprimirla para sacarle una gota de nada, se sintió íntegra de barro seco, como las paredes de su casa, y tuvo miedo de avanzar hacia el pequeño por miedo a quebrarse y desmoronarse bajo la intensa abatida del sol.
- Entonces es verdad lo que dice mi papá. Usted no sabe nada,
usted no sirve como maestra.
Un chaparrón de agua fría en medio de las piedras abrasadas por el sol. La maestra parecía, al fondo del solar, un punto oscuro, una rama más, seca y carbonizada en aquel terreno baldío. El niño acuclillado sobre la piedra más alta, con su perenne gesto de apoyar la cara sobre una o las dos manos, hablaba como un oráculo, su voz todavía fina, atiplada, con un tono más arriba como hablan los guayaneses, rompía la soledad del mediodía, el corazón relentado de la maestra y sobretodo sus necias esperanzas. El niño concluyó la profecía.
- Por eso no le van a dar nunca la pensión.
Un vahído la derrumbó en una mala caída, crujió como la rama podrida y reseca por la inclemencia del sol. Perdió una vez más el sentido del paso del tiempo, eran minutos que estaba sobre el piso caliente. La maestra miró en derredor para ver si reconocía su propio patio y era verdad que escuchaba aquella sentencia. ¿Dónde estaba parada?. Reconoció con el sol sobre la cabeza, la figura aplastada del pequeño sobre la punta de la piedra. No arrojaba sombra, hasta sospechó que no fuera más que un mal juego del calor y del sol que abrigaba sus propios fantasmas, todavía más terribles que los de la noche. La maestra se sobrepuso al desmayo y un chillido, un llamado de animal herido demandó la atención del niño. El se levantó en la punta de la piedra, sus piernas delgadas y su cuerpo titilaban, ondulando por la fuerza del sol, se hacía aún más transparente. Un pequeño espantapájaros, espantailusiones. La voz de la mujer, temblaba tanto y se había hecho tan fina como la silueta erguida sobre la piedra enrojecida.
- ¿Qué vaina dices, manito?
- Eso, que usted no sabe nada. Que maestras son las que se
gradúan, las que estudian, como mi maestra Rosaelena.
La pobre maestra, sobreponiéndose al desmayo, pegada del piso, chirriando en el aceite del sudor de su propio cuerpo sobre aquella plancha ardiente, cantaba quedo, como una oración, como un rezo de ruego, como quien pide clemencia.
- Pero tu papá le consiguió la pensión a la maestra Rosita.
- Porque ella no le pega a los niños, como usted, que es muy
bruta, así dice él.
Y terminó por condenar su alma, desde aquel día, ayer, antier o trasantier, ¿hace rato o ratico?. Maldijo su pobre existencia, maldijo sus piches esperanzas y hasta su miserable fé.
- ¡Malhaya sea, carajo, malhaya sea!
27
- El Amargo de Angostura es una fórmula secreta. Este brebaje lo
inventó un médico alemán de apellido Siegart que se alistó en
el ejército patriota en lucha por la libertad de nuestro país.
Era pues, un romántico. Buscaba una fórmula mágica, de estas
tierras de indios y yerbateros, que aliviara dolores estomaca
les, úlceras, hemorroides, fiebres y pérdida de los apetitos.
Y lo que fue pócima milagrera, estomática y reconstituyente,
terminó siendo el mejor de todos los amargos aromáticos del
mundo.
El Profesor dictaba conocimiento con un ritmo y cadencia de la voz y el gesto, que alelaba a la gente. Todos caían hipnotizados. Aquel hombre no hablaba, recitaba. Tenía el don de los poetas y la luz de un maestro. Era un encantador de gentes. Derrochaba atractivos y su carisma llenaba los auditorios, bien fuera en ocasión de las graduaciones, o la coronación de la reina de los estudiantes, o en algún homenaje o simplemente en su cátedra de liceo. Su elegancia y concupiscente sapiencia y disfrute de todos los goces terrenales, hacían de sus actos una fiesta, bacanal de los sentidos. Todos le reconocían, admiraban y sucumbían, idolatrándolo.
- A las mujeres las pone aguaítas.
Un hombre de buena estatura, piel y cabellos de indio, brillante y sedosos, ardiente y rebeldes; tenía ademanes suaves y coordinados, sin que perdieran por ello la fuerza viril y un oculto amaneramiento que ampliaba sus encantos. De manos firmes y alargadas, pies de estudio de dibujante, caderas estrechas, piernas estiradas, cintura pequeña, vientre liso y un pecho aplumillado por sutiles vellos oscuros que convergían o caracoleaban hacia sus encendidas tetillas, era a lo lejos una aparición y de cerca provocaba mareos.
"Morcito", como lo llamaba la esposa, era frenesí para todos los sentidos, entre sus aromas y el sonido de su voz, entre el tacto delicado y el asomo a sus ojos inteligentes y atractivamente negros, invitaba a lamerlo como se hace con los tirones de papelón. Más allá estaba el no se qué que irradiaba. Por eso no había mujer que no quisiera besarlo, abrazarlo, desearlo dentro. Pero entre todos sus actos había uno en especial que impresionaba a sus íntimos, cuando el Profesor preparaba un Manhattan.
Elegía los ingredientes y los instrumentos con estudiada diligencia y pulcritud. La copa, que elevaba ante sus ojos como se hace con el cáliz, para mirarla al trasluz y comprobar su pertinencia, era de amplia forma cónica y de base corta, con aires de años cincuenta, muy transparente y brillante, podía a veces permitírsele un filigranado bisel. El vermouth se comprobaba por el color rubí, como la sangre de los reyes, sin turbiez, delgado y ágil. El whisky, bien en versión escocés, si la ocasión era vespertina y rígidamente formal, bien en versión de centeno cuando se trataba de animar un grupo o libar entre poesías y otras sensualidades. La cereza en caso de que la copa fuera a labios femeninos, para afrutar y decorar la bebida. El extraño vaso de cocktail, plateado, metálico, frío, y con dispositivo para colar la bebida. Y por último el pequeño frasquito de remedio, de veneno antiguo, de pócima embaucadora, de elixir, de afrodisíaco, de fármaco alucinador, todo aquello era la botella enana y oscura del Amargo de Angostura.
- Prestidigitando, papá.
Los hijos siempre aplaudían el acto y esto enorgullecía al Profesor, pues, entre todas las cosas de su mayor interés estaba su casa, aquel hogar con una esposa impecable en su belleza y unos hijos bajo el rigor del oficio de educador y un laboratorio de disciplina.
Los niños llegaban de la escuela a eso de las cinco de la tarde, apenas minutos antes de que el Profesor regresara del trabajo a su casa. Era el tiempo justo para que cambiaran sus uniformes escolares, lo que casi siempre hacía la madre asistida por la negrita que hacía el servicio doméstico. La esposa del Profesor tenía siempre seleccionada la ropa y extendida sobre las dos camas iguales y una tercera,tipo cuna, para la más pequeña de los hijos. Aquellas camas habían sido delicadamente decoradas por la madre, el color rosado pastel de la cama de la hermana mayor, servía de fondo a las calcomanías de muñecas y flores, mientras la cama azul cielo del niño repetía osos de peluche en la cabecera y las esquinas del pie de cama.La cunita de la menor era blanca, con sutiles ornamentos floreados y un mosquitero transparente que coronaba un lazo lila de color y flores de tela. La ropa sobre cada una de las camas, dibujaba el cuerpo de sus hijos en reposo, para así comprobar la armonía del conjunto. Aunque el vestuario vespertino de los días de semana no competía con los trajes domingueros, tenían gran encanto y delicada elaboración, eran el trabajo conjunto y afanado del diseño de la madre y la realización de la otrora sastre y modista de alta costura que fuera la Naní Lorenza. A la invariable rutina del peinado y el arreglo de los detalles y el brillo de los zapatos, le servía de fondo el ajetreo de la abuela en el ir y venir de la cocina a la estancia de la biblioteca.
Un enorme arco como la boca de un escenario, servía de marco al salón biblioteca de la fresca y amplia casa de La Concordia. Las bases de aquella gran curva elíptica eran pequeñas y delgadas, como un par de poyos, decorados con azulejos de tenues colores rosado, verdeagua y otros más sutiles, bajo un brillo de nácar. Fungían también de pasamanos a la corta escalinata que descendía desde la sala de recibo hacia la estancia donde estaban los libros en anaqueles altísimos, con puertas de vidrios esmerilados y pulcros, transparentes y destellantes, húmedos como era en general el clima de Angostura. Detrás de
aquellos cristales un millón de libros forrados en cuero de un marrón severo pero agraciado por la filigrana dorada de las letras pequeñas, escondían su razón de estar ahí presos, asfixiados, inmóviles, muertos, y terminaban por convertirse en un prodigioso decorado estilizado por el barniz marfil que esmaltaba la madera de la estantería. Habían esculturas, formas de sugerente sensualidad mutilada, marmóleas y frías, que reposaban sobre pedestales delicadísimos por la profusión de relieves que permitían hundir los dedos aquí y allá sin saber a ciencia cierta qué sentido devolvían al tacto infantil. Unos barrocos muebles de mimbre flirteaban el ambiente generoso, orgullosos de su origen francés, evidentemente francés por el riesgo de sus delgadeces y curvas, enjambres y estallidos voluptuosos de sinuosidades, eran de un blanco virginal con detalles en marrón que recordaba el acaramelado de los postres que se servían en los atardeceres familiares. No había alfombras, sólo un piso gris y plomizo, tan resplandeciente como el río, con repeticiones de espejos, cada cosa era y se repetía en una insinuante esfumación. Aquel salón sería un milagro de femineidad intelectual de no ser por la presencia brusca pero culta, imponente y aristocrática del maravilloso escritorio paternal: la madera pulidísima, carpeta de fieltro verde oscuro aplastado por el vidrio grueso. La solidez de la razón sofisticada por el amaneramiento de las formas, aquel mueble se imponía ingeniosamente sobre el resto del ambiente, como en un escenario donde se quiere destacar la acción reveladora y climática de una tragedia, ahí estaba, posado sobre sus patas como garras de leones, el escritorio paterno. Hacia un lado quedaba la estantería tan alta que debía usarse una escalera para alcanzar los últimos anaqueles, limitando el salón hacia la derecha de un espectador, y al otro extremo, en la izquierda de la escena, el cerco hacia una posible evasión lo preservaba el escritorio.
El arco había sido construído en una de las refacciones, de las muchas, que sufrió la casa de La Concordia; en otro tiempo fue una muralla, un telón de firmes ladrillos coloniales frisados y blanqueados irregularmente, que sostenía el antiguo techo de caña y barro cubierto de tejas rojas. Una puerta alta y pesada, significante, oscura, milenaria, alquímica, cerraba el paso hacia el interior del alma de la casa. No estaba ni en el centro, ni a los lados, pues parecía cambiar a cada tiempo. La puerta y sus misteriosos movimientos daban impresión de claustro, y nunca se sabía de que lado estaba uno parado o en que extraña habitación, por eso mereció el cambio. Ahora la casa ostentaba un techo de platabanda, construído tan alto como el viejo tejado, pues así, el calor del sol templado de Angostura quedábase arriba y permitía la vida fresca que se llevaba a ras del suelo, creencias de la arquitectura casera de algún albañil lugareño y francmasón, quien intervino también en la sustitución de la puerta inquieta por la conveniencia estructural y augusta del arco, que tuvo su forma definitiva con la tímida intervención de la esposa del profesor y la inclinación pindárica de su marido.
La desproporcionada estantería precisó que se colocara en su lugar antes de terminar la refacción de la casa; como le ocurre a los descuidados realizadores escenográficos, hicieron el insólito armario sin contar nunca con las medidas de las puertas para entrarla hasta el salón de la biblioteca, por lo que tuvieron que colocarla en pleno apogeo de albañiles. El inmenso mueble no pudo conservar el color limpio de su fina madera, sino que, teniendo que aguantar las inclemencias de la reconstrucción, debió luego ser laqueada en aquel tono marfil que terminó colaborando a sofisticar el ambiente. Era tan alta que tocaba el cielo raso que siguió siendo necesario, siempre según los criterios artesanales, para refrescar más el aposento familiar y dotarlo de otro más de sus mágicos atractivos, pues al tiempo, extraños dibujos fueron apareciendo en los grandes cuadros del cremoso cielo raso cuadriculado por delgadas tablillas esmaltadas en beige, las manchas eran de un dudoso color a café derramado sobre un pulcro mantel. Posiblemente producto de las filtraciones, aquellos mapas eran para el hijo del profesor como nubes, y se distraía descubriendo las formas en el cielo raso cuando la lectura, el sopor, el silencio lo alcanzaba a fatigar, y así dejaba correr, sin miedo, las horas del encierro hasta que el profesor terminaba sus ocupaciones intelectuales, y la esposa sus manualidades. Estar bajo el cielo raso era sustituto del río, descifraba abstractos en el techo falso como lo hacía en el espejismo de la distancia allende Soledad.
Los famosos muebles de mimbre francés tenían su propia leyenda de origen. Habían llegado hacía ya tanto tiempo que era ocioso precisarlo, en un intrépido barco que navegaba por el río. Un aventurero europeo traía entre sus baúles y macundales las estatuas y los mimbres de arabescos. Contaba Lorenza y la historia la refrendaba Camburelli, que aquel enigmático caballero, enorme y tan blanco como una de las esculturas, venía en busca del siempre atractivo Dorado, y como era viaje terminal, había embarcado todo lo necesario para instalar casa y hogar por estos lares. Un azar de esos comunes en las ciudades con puertos fluviales, enamoró al aventurero de Lorenza, Camburelli lo había traído a casa una tarde calurosa de agosto, cuando las sapoaras se daban por un cuartillo, de tanta pesca que colmaba la laja y se quedaban sin gente que las comprara. Camburelli que era amigo de todo el mundo invitó al europeo, y Lorenza se lució con la sapoara rellena. En un caldo cuajado con casabe, se aderezaba la misma carne del pescado rosado, endulzada con uvas pasas y agriada a punto de moler alcaparras. El extranjero, entre los vapores etílicos y el gusto del manjar, se comió la cabeza de la sapoara, rechupeteaba los ojitos saltones, al tiempo que en un arranque de amor febril, le dijo a Lorenza que le guardara los muebles en su casa mientras él seguía camino hacia lo profundo de la selva, en busca de riquezas materiales que ofrecerle junto a su súbito amor. El extranjero no regresó nunca, ni se le esperó tampoco en honor a la verdad, y los muebles y macundales que estaban guardados pasaron a ser patrimonio de la familia.
A eso de las cinco de la tarde, llegaba el profesor a su casa. En los últimos tiempos viajaba en la camioneta verde oficial que lo paseaba desde la plaza hasta La Concordia sesenta y seis. Por medidas de seguridad, el chofer variaba la ruta, a veces subían hasta la vieja prefectura para bajar luego hacia La Centurión, ahí agarraba hacia La Concordia. Otras daba una vuelta por la entrada del Cerro el Zamuro y en más de una ocasión visitaba a su prima hermana Virginia antes de arribar y sorprender en su casa, con un mínimo retraso, la estricta disciplina hogareña que imponía. En cuanto abría la puerta dejaba escapar un suave silbido que alertaba a todos, y de inmediato, en un cuadro sin palabras, se organizaba la hora de la tarde.
Una discreta merienda servía de abrebocas para el rito del ocaso. Polvorosas, pan de horno, flotas, buñuelos, ponqué, gofio o torticas de coco, de higos, guanábana, auyama, naranja, merengue, pan, piña, de queso o María Luisa, servían de infinito menú aparte de los turrones y las yemitas. La vieja nana sabía de cocina y la esposa de presentaciones. Bandejas pulidas con un mantel blanquísimo y almidonado al estilo de la Tata Juliana, contenían la variedad del día. Jugos, té o café, en otra bandeja completaban la mesa de servicio colocada entre los mimbres de la clara biblioteca. Luego de escoger con ansiedad y deseo la mejor porción, cada quien tomaba su asiento ya establecido alrededor de la mesa con sus aletas abiertas. Al momento, el profesor se levantaba, observaba por un instante la enorme biblioteca y sin ápice de duda y premeditada intención seleccionaba un libro para la hermana y otro para su hijo varón. La esposa levantaba detalles de la mesa y cumpliendo su parte disponía la labor en el regazo. El profesor impertérrito tomaba asiento detrás del enorme y pesado escritorio con patas como garras feroces, encendía la pipa y el humo pesaba sobre el silencio.
Para mí era una agonía. El olor de la picadura, a veces a cerezas, otras cambiaba el cherry por un aroma recio que siempre me perturbaba; la concentración de mi hermana sobre el libro impuesto, el empeño minucioso de las manos de mamá, la luz que empezaba a endulzar el aire, la brisa cálida que se colaba por las rendijas arrastrando provocaciones de cocina, los asomos de perfumes, la inquietud de mis ojos por el decorado de los libros encuerados en la estantería esmaltada, el frufrú de una falda, un murmullo de papá, un suspiro de mamá, un asombro de mi hermana ante la lectura, todo me envolvía obligándome a pensar en lo que había en los libros dispuestos en lo más alto de la estantería. Un ansia de crecer, necesidad de derechos y albedrío me hervía la sangre. Entonces corría a la privacía del sanitario con la excusa de un apremio de vejiga, mentía. Metía mis manos por la ropa interior y jugaba con mis genitales, lamía el sabor, atrapaba entre los dedos el inconfundible olor, bajaba el pantalón y calmaba la inquietud mirando y remirando mis partes.
- Hijo, sal de ese baño. Tu papá pregunta por ti.
De vuelta al salón, los párpados me pesan, ya nada me distrae, mi atención se centra en los libros altos. ¿Qué tienen esos libros que papá no me deja leer?
El profesor ensayaba con sus hijos la educación ideal. La lectura organizada de la biblioteca básica literaria de acuerdo a la edad y capacidad de comprensión. Cuentos y poemas para niños, más adelante novelas y ensayos de interés para la crítica adolescencia, la juventud con la vanguardia, y por fin los desesperados, los malditos.
En una de esas tardes de merienda concebí el plan de robarme los libros del último estante. Lo medité y planifiqué largamente, días, semanas, meses. Un ladrillo del muro roto de la media agua del patio de tierra sirvió para rellenar el encuadernado de cuero. En las tardes sucesivas, mientras todos cumplían sus deberes, yo recordaba pasajes del libro que había robado y guardaba bajo el colchón de mi cama, leía bajo la débil luz de la lámpara que alejaba el miedo a la oscuridad. Una luz tan parecida a la de ahora cuando muere la tarde y las cosas abandonan el tinte ambarino por los primeros azules, aviso de la cena y del final de tanto rigor. Memorizo Salomé.
- ¡No me levantan el castigo!
28
La maestra se encontró otra vez desorientada en medio de la calle plancha y al carbón. Arrugada y goteada por el sudor, almidonada la expresión de su rostro trágico, volvía a recordar el motivo del mal dormir de la noche.
En su cama, desde tempranas horas, tal cual una gallina clueca, le caían de golpe todos los años del mundo y sobretodo el cansancio, dio una vuelta sobre el costado izquierdo, no encontraba posición para los brazos, ella que era una piedra para el sueño. El cuello le dolía, la espalda no le dejaba comodidad sobre el colchón relleno de paja, que se salía por los poros abiertos de la loneta raída. Ella desbaratada en el hundido de la cama, por el continuo movimiento en busca de acomodo para su viejo cuerpo encalambrado. La maestra apenas dormitaba, empezaba a recordar la conversación con el niño bajo el solazo que aplomaba las piedras del patio. Ella recordaba con claridad la voz infantil destruyendo su última ilusión. La maestra no sabía que era el Amargo de Angostura, y esa grieta de conocimiento le sirvió para perder la pensión.
La templura de sus miembros no le habían dejado sentir el calambre hasta que el brazo no resistió la posición y en el intento de movimiento una punzada en medio del pecho le detuvo la respiración. El cuerpo expulsó lo que quedaba de sudor de un sólo golpe, el charco lo completó en humores la orina y la incontención visceral. La maestra tuvo un último gesto, la mano se abrió en dirección a la casa vecina y la intención de un grito congeló su rostro en una mueca de miseria y muerte súbita en medio de la amargura y el dolor.
Ella se miró a sí misma, como ante uno de los cuadros de la pasión que hacen llorar en la iglesia. Se dolió, se avergonzó de tanta pena, de ese gesto de fracaso, de esa máscara que moldea la envidia y la frustración, del hambre de sus labios, del vacío en la cuenca de sus ojos, de la voz reprimida en el hueco de la boca desdentada, de su pelo ralo, de su piel áspera, de su pecho hundido, de su derredor mustio y el olor a podredumbre. Un cuadro sin vida que la asustó de su propio fin y la echó a la calle.
- Porque hoy me le presento al profesor y le reclamo tanta vaina.
Se acabó el silencio, Fefa. Ni siquiera se dio cuenta de la ropa, ni del aseo. Sin paréntesis se encontró de repente en la oscuridad de la iglesia, segura de ir hoy a la casa del profesor y contarle sobre su hijo. Todo lo que sabía sobre la maldad indecible de ese muérgano criado en la mala influencia del sol. Ese carajito perverso y destructor que la había aliñado de amargura.
29
Estaba invitada la gente más popof de Angostura, así le dijo la catira al propio Ambrosio, que la ayudó a decorar la mesa de la recepción y por supuesto le escogió el atuendo. Un traje verde oliva, oscuro, porque no era ni de tarde ni de noche, corte en ve de hombros caídos, ceñido al cuerpo en rectas costuras que se abrían en pliegues en la parte baja de los muslos, dándole un efecto sirena. Remarcaba las curvas y voluptuosidades de su cuerpo todavía aguitarrado a pesar de los tres partos. Hay que ponerle pedrería, canutillos que atrapen la luz de las velas cuando sirvas la cena, se empeñaba la voz de la marica.
- El efecto será cagante.
- Espero que no lo sea la comida, Ambrosio, porque entonces si la ponemos de oro.
- Tranquila, catira, que tu mamá es una experta en la cocina.
Los peroles de la cocina de mi Naní cayeron con el estruendo de una catarata crecida por la lluvia. Río revuelto. No eran mis tripas que daban la hora, oí clarito aquel grito de horror.
- ¡Murió!
Temblé en mi propio caudal de orines, era la voz de mi abuela y el llanto de mamá que la seguía. La puerta de la habitación se abrió de repente, de un solo golpe, seco, seguro, y la voz de papá que dijo:
- ¡Alza arriba, que nos vamos!
Vi pálido a papá, como a un muerto. Asustado como nunca, tuve la impresión de un apuro más urgente que el que habíamos vivido los últimos tiempos, desde que el hombre machete parado se paraba bajo el poste. Y me pasó por la mente que le había dado el machetazo prometido al profesor.
- ¿Estás muerto, papá?
- No hables pendejadas.
Mamá ya estaba en el umbral de la habitación. Sus ojos azules no se distiguían en el rojo de sus lágrimas. Ella corrió junto a mí. Mi hermana mayor ya estaba en brazos de papá, la recién nacida no dormía en nuestra habitación. Papá salió del cuarto llevándose a mi hermana, yo quedé solo, en los brazos de mamá, más enchumbado que de costumbre por sus lágrimas. Era un llanto quedo, quedito, como el de las ánimas.
- ¿Quién se murió, mamá?
- La maestra.
30
La amargura la tenía en la boca, pegada al paladar. Sabor a sangre. Con la lengua se palpó el cielo, luego la membrana interna de los mofletes, no eran las encías, desde hace tiempo desdentadas. De nuevo un escalofrío. Veía frente a su casa, a la del profesor, a toda la gente arremolinada, curioseando, lamentando. Estaba en la esquina de la Lezama, tuvo el impulso de esconderse o escapar por el zanjón.
Una visión esperpéntica la mantuvo por un segundo en pasmo.
- Dios mío, ¿quién?
La Matamoros era la loca del pueblo. Así como la Sapoara era la puta, Ambrosio La Marica, el cura era el cura y la mestra era Fefa.
Fefa estaba a la altura del segundo zanjón con el impulso de escapar a la mala corazonada, cuando vio a la pobre loca, como chiva atolondrada, tratando de subir por la accidentada cuesta, o más bien, escalando entre las piedras. Llevaba como siempre un palo torcido tanto como su espalda y su andar. Un traje hecho de ponerse un andrajo sobre otro, en un prodigio de jirones. El pecho de La Matamoros lo cruzaba un saco de caletero en forma de morral, sucio y esponjado como lo eran sus tetas, la barriga y los tobillos de las piernas. Parecía una aparición de ópera como le decía Camburelli, que una vez se empeñó en enseñarle un aria que terminó siendo el pregón de la miserable:
- Or tutti sorgette,
ministri infernali,
che al sangue incorate,
spingete i mortali.
La loca se subía al Cerro del Zamuro en plena madrugada y ahí vocalizaba surante toda la madrugada. Se decía que era La Sayona. Los muchachos al salir de la escuela se iban a la caza de La Matamoros, para lanzarle piedras y gritarle el estribillo:
- ¡Loca! Ahí va la loca
que llaman Matamoros
porque mató al marido
y escondió el tesoro.
La Matamoros llevaba un enorme zorongo de trapo hecho en la cabeza, y según los decires de la gente, cargaba ahí metido el tesoro que le había quitado al turco pichirre de su marido. Porque la desgraciada mujer había tenido ocho hijos, y el moro se los había arrancado a todos del vientre:
- No quiero carajitos que me chupen los reales.
La historia del asesinato era cierta, la mujer había quedado libre porque se había defendido del marido cuando le mató al último carricito, que dio a luz escondiendo el embarazo. La mísera salió a la calle con la manos ensangrentadas y su perturbación nació del regazo vacío, pues el hijo no resistió a los golpes del filicida, también muerto apaleado.
- Ni a palos. Esa loca es mal aguero.
Hoy precisamente que iba a hablar con el profesor para echarle en cara su egoísmo, su mentira, su engaño. Mantenerla esperando una pensión que él no iba a darle nunca era maldad. Con razón lo estaban persiguiendo por rasparse a esa carajita. Y por primera vez no le importó a la maestra pararse ante cualquier puerta de vecino para darle a la lengua.
- Los hermanos de la vagabunda tenían amenazado al profesor. Por
eso pasaban los días en el encierro desde hace meses, porque
las amenazas ahora pesaban sobre la casa y la familia. Uno de
ellos se la pasa todas las noches parado bajo el poste, acariciando un machete, escupiendo el suelo y masticando maldiciones. Esa gente ya no tiene vida. Figúrese que hasta el
gobernador tomó cartas en el asunto, pues al propio Ministerio
llegaron las quejas de los pendencieros, diciendo que el profesor había conocido a la bichita en un salón de clases.Pero
mentira, esa muchacha es bien puta, eso lo sabe todo el mundo,
aunque los hermanos le cuidan la totona como si fuera de oro,
y la tiene más repartida que la ostia.
La maestra se sorprendió hablando con la desgraciada loca, que esmirriada y sudorosa alcanzó La Concordia, mirando desde la esquina el barullo de gente a media cuadra, sin reparar en ella. Fefa distraía el fin de su misión creyendo que hablaba con el único ser vivo que se había encontrado en el camino de vuelta desde la iglesia.
- ¡Coño! ¿Y si mataron al profesor?
Buscó interlocutor, ya no había nadie cerca, la loca era otro fantasma. Hace tiempo murió de indigencia. La turba seguía frente a su propia casa, o era frente a la del profesor. La distancia la engatuzó, ya no tenía sus ojos de lince. Los murmullos le llegaron arrastrados por la brisa, tan confusos como lo eran los olores viajeros.
- ¡Se murió, carajo!
Carajo, sólo veía tanta gente asomada en La Concordia en época de carnaval. Recordó con rabia. Las otras veces eran los días de fiesta en casa del profesor, como cuando hizo la bendita celebración por el nombramiento de Director Regional de Educación. Ese mismito día me hizo el ofrecimiento, malaya sea.
31
La casa estaba de fiesta. Toda iluminada refulgía en La Concordia. La música en vivo, salía con arpegios y alegría de tres gitarras. Los Jiraharas, una vez más, amenizaban la exquisita velada, la peña literaria, la sensual e íntima reunión en honor a los primeros cuarenta años del profesor. Una edad respetable, notoria, que le otorgaba la única de las virtudes que no poseía, según los demás, entrar en la madurez. El profesor recibió desde las siete y treinta de la tarde hasta las ocho de la noche, en la entrada de la casa, acompañado por la hoy más bella que nunca esposa. Ella vestía un traje verde oliva, bordado en pedrería ordenada en algas y sinuosidades de inspiración "noveau". El color de la mostacilla y las piedritas mínimas eran del mismo verde oscuro, sólo que titilaban tornasoles y arcoiris cuando les daba la luz artificial y el movimiento de las copas plateadas y los cristales tallados que se reflejaban en ella. La brisa recorría la casa, pues se abrían los ventanales de romanillas que daban al patio, y el aire, subiendo desde el río, hendía la calle, llevando el aroma de los manjares y las bebidas por entre los barrotes de las ventanas, donde se agolpaban los curiosos, ambilados, ante el espectáculo de la fiesta. Las invitaciones habían sido tan selectivas, que más de uno rumiaba resquemores. La fiesta estaba organizada para treinta y cinco invitados, que con los tres hijos del profesor, él mismo y su señora esposa, contaban cuarenta servicios en la mesa, un honor a la edad dorada. No había faltado nadie, y a las nueve en punto, una campanilla anunciaba que la mesa estaba servida. Cada quien buscó su lugar, un anillo de plata para la servilleta llevaba grabado el nombre de cada invitado. Todos estaban impresionados, este era el recuerdo de la fiesta, y aunque eran de lata pulida, habían causado gran revuelo. Por dentro, los anillos guardaban otra inscripción: "Recuerdo de mis cuarenta años" y las famosas iniciales del Profesor con la fecha del onomástico. El detalle, que ahora deslumbraba a los comensales, había sido dictado por Ambrosio a la esposa del profesor, lo había leído en una revista internacional, y había convencido a la catira y hasta recomendado el joyero. Ambrosio, allá en el Cerro del Chivo, debía estar mirando hacia la casa encendida en medio del cielo oscuro de la ciudad nocturna, como quien lee en las estrellas un éxito. El profesor, retiscente a la idea, veía ahora que su esposa había acertado, sin saber de dónde era oriunda la proposición, pues los invitados elogiaban y agradecían el gesto calificándolo de poético. El Profesor hubo de recitar a la cabecera de la mesa, pues no era Dios sino la Poesía la que recibía el agradecimiento de la comida.
El niño estaba sentado al lado de su padre, el primer puesto del ala derecha de la mesa, un honor. Frente a su madre, del lado izquierdo, y en el segundo puesto su hermana mayor, al lado de él mismo, del lado derecho, la hermanita menor. Después los invitados entre los que se contaban una poetisa que mamá miraba con recelo, pues ella alababa con demasiado atrevimiento a mi padre, como quien ya ha probado del plato y se siente con derechos. Helenita, llama mi padre a esa mujer, y los otros la apodaban Helénica. Estaba el Bachiller de Asís, cronista de la ciudad. Un viejo amigo de mi madre que fungía de comentarista social en la capital y que había venido especialmente, al que todos llamaban Pedro Jota y mi madre confianzuda le decía pedrojosé, sin pausa ni mayúscula. Los tres Jiraharas de las guitarras, que tocaban gratis como siempre en esta casa, un verdadero lujo, ya que eran el trío más famoso después de los extranjeros Los Panchos, que, según algunos, eran más comerciales y musicalmente no les daban ni por los pies a los presentes. Un escritor guayanés tan reconocido como gordo y comelón, profesores de literatura y latín acompañados de anonadadas esposas desacostumbradas a estas fiestas. El médico que había traído al mundo a los tres hijos del profesor, como siempre tomando champagñe con jugo de fresas, un verdadero exotismo considerando que las frutas eran importadas, al igual que la champagñe francesa. Estaban el gobernador de la coalición y su primera dama, el representante militar regional y su provocadora consorte, el obispo, el director del Liceo Tomás de Heres, el dueño del diario El Angostureño, el secretario de gobierno y el dirigente estadal del partido amarillo. Leti, hermana de la esposa del profesor, con su marido. Sofía, la hermana mayor del profesor, con el esposo locutor; y Mirthiña, según ella la menor, con su marido el llanero.
Al terminar la cena, todos pasaron a la biblioteca ampliada hasta el recibo para albergar comodamente sentados a todos los presentes. El Profesor se lució con su acto favorito, la preparación del Manhattan, mientras algunos recitaban poemas y otros fisgoneaban las entrepiernas de la esposa del militar, que ya estaba a punto de una borrachera, pues invitaba a los presentes a tomarse el Manhattan de un solo golpe, apostando un puesto en su lista de baile. Los presentes ya estaban bastante relajados, el profesor y su esposa ocupados en la atención, como para caer en cuenta que todas las copas de Manhattan iban a dar a los labios del niño.
Me emborraché con las sobras de Manhattan, y en mi delirio etílico quise ser el centro de atención de los presentes, así que tomé un pedazo de cortina, me travestí de mujer, con los tacones de mamá me empiné todo lo que pude y recité ante los asombrados presentes un texto de uno de los libros prohibidos or papá.
- No me quedaré. No quiero quedarme en el festín. ¡Qué fresco es
aquí el aire! ¡Aquí al fin se respira! Ahí dentro hay bárbaros
que beben sin cesar y derraman el vino sobre las losas. Gente
vulgar que se dan aires de grandes señores. ¡Qué grato es ver la luna! Parece una monedita de plata. Es fría y casta la
luna...Estoy segura que es virgen. Tiene la belleza de una
virgen... Sí, es virgen. Nunca se ha mancillado. Nunca se
entregó a los hombres.
Papá reconoció los versos del maldito Wilde, aún impávido. No salía de su asombro. Mamá quiso detener el espectáculo, pero la esposa ebria del militar comenzó a aplaudir.
- ¡Qué divino niño! Que siga... que siga... Y movió sus manos en señal de pedir más, luego, batiendo palmas, animó a los otros a seguirla y a mí me emborracharon los aplausos tanto como el Manhattan. Seguí recitando mi versión:
- Es tu boca la que me enamora... Tu boca es como una cinta
escarlata sobre una torre de marfil. Es como una granada abierta con un cuchillo de plata. Tu boca es como una rama de coral hallada por unos pescadores en el crepúsculo marino... No hay nada en el mundo tan rojo como tu boca... Déjame besar tu boca.
Nuevos aplausos y siguió mi delirio.
- He besado tu boca. Había un sabor acre en tus labios. ¿Era el
sabor de la sangre?... Quizá era el del amor. Dicen que el amor tiene un sabor acre... Mas ¿qué importa? ¿Qué importa? He besado tu boca, he besado tu boca.
Y la voz de mi padre retumbó como Herodes.
- ¡Basta ya!
Y se abalanzó sobre mi cuerpo. Explicit Fabula.
32
La maestra se acercó a su casa, llegó en una carrera. El sofoco del esfuerzo no la dejaba hablar, resoplaba con fuerza, tratando de llenar sus desinflados pulmones de un aire tan grueso que parecía no poder respirar. Tuvo miedo de un soponcio. No le salían las palabra, hasta que al fin, reconoció a Elvira.
- ¿Quién se murió?
- La pobre maestra.
La encontraron tiesa, desde hacía días no se sabía de ella. Ni siquiera abría la puerta, por eso el marido de Rosa, el mecánico, se metió por el patio y encontró muertica a la maestra. El cuerpo viejo y arrugado pendía de la cama, la mano abierta en un gesto de querer agarrarse a algo que ya no era la vida. Parecía un gesto arrepentido de un adiós. In albis.
33
Ese mismo día de la muerte de la maestra, se fueron el profesor y su familia de Angostura. Los ruídos que había escuchado el niño en su apesadumbrado amanecer, eran los del padre, la madre y la abuela, cargando la camioneta. No se llevaron todo, no cabía ni siquiera en un camión. Apenas cuatro o cinco maletas que difícilmente entraron en la parrilla viajera. La gente seguía arremolinada en la calle, y el profesor no quiso quedarse ni un segundo por miedo a que entre el bururú se colearan los hermanos de la amante.
Salieron en chalana cuando el sol empezaba a arreciar. El niño se contempló en las aguas revueltas del río, miró sus propios ojos húmedos. Cuando ya estaban por atracar en la orilla de Soledad, vio la silueta de Angostura, difuminándose.
El niño, en el asiento trasero, pensó que el castigo no iba a terminar nunca. Llevaba todo lo suyo consigo.
Caracas. Agosto 1994.