Celebramos los 50 años de vida de la Fundación Rajatabla con el excelente trabajo del crítico y profesor Leonardo Azparren Giménez, una de las voces más importantes en la investigación, crítica y docencia teatral del país. Su resumen histórico muestra la importancia de esta agrupación artística y su director Carlos Giménez y son el mejor homenaje que podríamos rendirle a esta fantástica empresa cultural venezolana y su fundador. Honor a quien honor merece. Desde el Theja nuestro abrazo y gratitud por el impulso al teatro venezolano.
José Simón Escalona
Cortesía de tropicoabsoluto.com
Tal día como hoy, 28 de julio de 1971, hace exactamente 50 años, se estrenó en la Sala Anna Julia Rojas del Ateneo de Caracas la pieza teatral ‘Tu país está feliz’, dirigida por Carlos Giménez. La obra se considera el punto de partida de Rajatabla, la prestigiosa agrupación teatral venezolana. En este trabajo, Leonardo Azparren (Barquisimeto, 1941) hace un recorrido por algunos hitos en la trayectoria de Rajatabla y su famoso director, desde la creación del proyecto hasta los últimos debates en torno al Festival Internacional de Teatro de Caracas. Azparren toma nota de la forma en que Carlos Giménez logró convertirse en poco tiempo en uno de los más importantes “caudillos culturales” del país; cuya figura y proyecto teatral, con el apoyo financiero e institucional del “Estado mágico”, lograron proyectarse a una escala hasta entonces desconocida en las artes escénicas venezolanas, convirtiendo a la ciudad de Caracas en una estación de primera línea del circuito internacional del teatro.
El grupo teatral Rajatabla, proyecto creado hace 50 años bajo la dirección de Carlos Giménez hasta su muerte prematura, en 1993, puede considerarse un fenómeno artístico y cultural con importantes implicaciones políticas. Y no es posible valorar su repercusión, con sus aciertos, contradicciones y fórmulas estilísticas, sin comprender que, más allá del hecho creativo, Rajatabla fue un centro de poder al interior del campo cultural venezolano.
La agrupación comenzó a consolidarse a partir de 1976, en el marco institucional que le ofreció el Ateneo de Caracas y el diario El Nacional, además del sistema de relaciones internacionales forjado alrededor del Festival Internacional de Teatro de Caracas (FITC), en especial después de la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones, realizada en 1978, con el soporte del Instituto Internacional del Teatro de la UNESCO (ITI-UNESCO).
Rajatabla y Carlos Giménez surgieron como el Taller de Teatro del Ateneo de Caracas, un centro cultural privado subsidiado por el Estado venezolano, que se convirtió en un lugar de expresión e intercambio de las más diversas formas artísticas, en particular el teatro, desde casi sus orígenes, en 1931, hasta 2009, cuando fue desalojo por el gobierno de Hugo Chávez del edificio que había sido diseñado especialmente para la institución por el arquitecto Gustavo Legórburu. La influencia del Ateneo de Caracas se tornó hegemónica en la escena cultural de la ciudad, del país incluso, sobre todo desde 1958, cuando comenzó a ser conducido por María Teresa Castillo, esposa de Miguel Otero Silva, dueño del diario El Nacional y pionero del periodismo cultural venezolano. Cuando fue construida la sala de teatro, diseñada por Carlos Raúl Villanueva, arquitecto de la Ciudad Universitaria de Caracas, el Ateneo devino en el principal centro teatral de la ciudad.
Rajatabla y Carlos Giménez actuaron en ese contexto cultural y comunicacional. Además, ambos le restituyeron al Ateneo su prestigio teatral después de la renuncia de Horacio Peterson, en una época en que El Nuevo Grupo, creado en 1967, se erigía como el principal centro teatral del país. Con su poder de convocatoria, su capacidad de liderazgo, su trabajo artístico y sus relaciones internacionales, Giménez hizo que el Ateneo trascendiera su influencia y prestigio local y se transformara en una institución nacional e internacional; para lo cual el FITC y las páginas culturales de El Nacional, que acompañaron con información abundante y oportuna las actividades del grupo y su director, fueron determinantes.
En Rajatabla, el grupo, Veinte años de vida para el teatro venezolano (Monte Ávila, 1991), libro patrocinado por la Presidencia de la República, se lee:
“Un grupo que nace con una nueva propuesta y que le tocará enfrentar al reciente “Nuevo Grupo” que emerge con la fuerza de la “santísima trinidad”, los dramaturgos Chocrón, Chalbaud y Cabrujas; al espacio que ha cedido Curiel; al teatro universitario y al teatro experimental, entre otros.” (p. 18)
Con motivo de ese aniversario, Carlos E. Herrera ubicó al grupo en la evolución del teatro venezolano para considerarlo “quizás la más importante [página] dentro de la madurez que ha vivido nuestra historia teatral”. Destacó los “egoísmos, críticas, maledicencias, intrigas y los altibajos inherentes a su propia dinámica como colectivo” que tuvo que afrontar. El trabajo concluye:
“Bajo el amparo formativo de la estructura que es Rajatabla, muchos jóvenes han empezado a calibrar los riesgos de la creación teatral, a transitar por los difíciles senderos de una educación sistemática, a formalizar y solidificar un sano fortalecimiento grupal y profesional y, más que nada, a concretizar su rol como seres humanos insertos en una exigente disciplina que no admite mediocridades sino esfuerzo, mística, sacrificio y amor por el oficio.” (Periódico del Teatro Nº 12, 02.03.1991)
En Venezuela tuya (1971) obra de Luis Britto García, el acento político fue manifiesto desde el propio título, un eslogan publicitario de la Corporación Nacional de Hoteles y Turismo. Con esta obra el grupo y su director iniciaron sus giras internacionales en el IV Festival de Manizales (Colombia) y Puerto Rico. Esas giras no estuvieron exentas de polémicas. En el Festival de Quito (1972) hubo un enfrentamiento con el Teatro Estudio de Cali, que en el libro aniversario es descrito así:
“Al terminar el espectáculo y todavía con el eco de los aplausos, la delegación colombiana se levanta de los asientos y con voces destempladas acusa a Rajatabla de ser un grupo imperialista, pro-yankee, escapista y otros epítetos más. Ahora es un enfrentamiento directo, violento, entre la ortodoxia del teatro latinoamericano representada por el Teatro Estudio de Cali y Rajatabla. Esta vez Rajatabla se pone de pie y enérgicamente denuncia la camisa de fuerza dogmática que se trata de imponer al teatro latinoamericano por vías del terrorismo ideológico. Con la misma energía, Rajatabla se retira del Festival a manera de protesta y en nombre de la libertad del artista.” (33)
Cuando languidecía el experimentalismo de los años sesenta, Giménez estrenó Tu país está feliz (1971), con textos de Antonio Miranda y música de Xulio Formoso. El espectáculo fue un torrente de frescura juvenil que, de inmediato, captó al público joven y a la crítica, el mismo año en el que Isaac Chocrón estrenó La revolución y José Ignacio Cabrujas Profundo. Años después, Giménez evaluó aquel primer espectáculo suyo:
“Yo pienso que significó una nueva concepción, una nueva manera de relacionarse con el público. Aquí se hacía muy buen teatro, yo me acuerdo que me impactó mucho el montaje de Antonio Costante, Eduardo II de Inglaterra, en la versión de Marlowe-Brecht, y después me impactó mucho El enemigo del pueblo montada por Ulive; pero Tu país está feliz abrió cause a un cierto movimiento que estaba como represado, había como una especie, si se quiere, de abulia, y ahí se comenzó a mover como esa especie de lago dormido. Como aporte estético no sé, porque la obra más que un espectáculo era un testimonio, el testimonio de una generación que quería hacerse escuchar sobre el escenario, con su guitarra, sus pelos largos, sus protestas. Era el poemario de un adolescente que refleja la Venezuela de esos años sesenta…” (El Nacional, 02/12/1990)
En 1974, después del éxito con la versión teatral de la novela Fiebre, de Miguel Otero Silva, repitieron la experiencia con Lanzas Coloradas, de Arturo Úslar Pietri, que resultó un fracaso, lo que impulsó a Giménez y a parte del grupo a autoexiliarse en Madrid por un año, donde alquilaron un pequeño local para continuar trabajando.
A partir de 1976, Giménez presentó a su grupo como un proyecto estético latinoamericano y encaminó su repertorio en esa dirección. Un año después, en 1977, el grupo fue invitado al Festival de Nancy con El señor Presidente, después del cual hizo una gira por Bruselas, Rotterdam y Estocolmo, donde Giménez participó en el congreso del Instituto Internacional del Teatro en compañía de Herman Lejter, director general de teatro del Consejo Nacional de la Cultura (CONAC) y Eduardo Moreno, vicepresidente del Centro Venezolano del ITI. En ese congreso los representantes venezolanos lograron que Caracas fuese la sede de la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones, en 1978, que así salía de Europa por primera vez en su historia. De esta manera, Carlos Giménez y el FITC consolidaron su convocatoria internacional y los venezolanos vivieron la ilusión de que Caracas era la capital mundial del teatro.
La Venezuela impresionante y magnífica le debe a este grupo algo vital: una contribución clara, muy clara a la creación de signos de identidad.
El enorme apoyo institucional y la proyección internacional que recibió El señor presidente impidieron percibir la realidad de las condiciones privilegiadas de producción del grupo, en momentos de gran precariedad para el teatro venezolano, evidenciada en los documentos de creación de la Asociación Venezolana de Profesionales del Teatro (AVEPROTE). Las opiniones de los críticos extranjeros estimularon la idea de que había un antes y un después en el teatro venezolano, con Rajatabla como gran deslinde periódico. Las posibilidades para un análisis objetivo del complejo fenómeno que se gestaba se vieron reducidas cuando no suprimidas. Enrique Llovet escribió en El País de Madrid:
“La Venezuela impresionante y magnífica le debe a este grupo algo vital: una contribución clara, muy clara a la creación de signos de identidad. No es tan importante la calidad de este espectáculo como su filiación, tan venezolana: es rico, es sólido, es imaginativo, es noble, es viril, es apasionado, es doliente, es crítico y está lleno de esperanza. Es muy, muy venezolano. Ya me gustaría que sirviese además, de modelo a los quehaceres dramáticos latinoamericanos, enseñándoles cómo se universaliza la anécdota local y como se añade al dolorido escalofrío la base técnica que los trasmite.” (25/10/1977)
La dramaturgia nacional aún no tenía reconocimiento internacional, a pesar del éxito de crítica que, en 1976, habían obtenido José Ignacio Cabrujas con Acto Cultural e Isaac Chocrón con La máxima felicidad.
En el ámbito nacional, las críticas a la realización en Caracas de la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones, en 1977, en el contexto de la denominada Gran Venezuela, fueron duramente atacadas. La presidenta del Ateneo de Caracas, María Teresa Castillo, publicó en El Nacional un artículo titulado “Defensa contra la mediocridad” (10/07/1978), en respuesta a una crítica a la realización de esa evento. La crítica venezolana, sin embargo, no fue capaz de desbloquear una opinión impuesta masivamente, incluso antes de que las obras fuesen estrenadas en el país, ni pudo discutir su marco institucional algunas veces agresivo y destructor.
Entre 1976 y 1980, Rajatabla produjo siete espectáculos que siempre presentó en el exterior. Por ello era frecuente que el teatro venezolano fuera identificado en el ámbito internacional con esa agrupación.
Después de El juego (1976), de Mariela Romero, dirigida por Armando Gota, todos los espectáculos los dirigió Giménez: Divinas palabras (1976), de Valle Inclán; Señor Presidente (1977), sobre la novela de Miguel Ángel Asturias; El candidato (1978), versión de El menú, de Enrique Buenaventura; La muerte de García Lorca (1979), de José Antonio Rial; El canario de la mala noche (1979), de Larry Herrera; y El héroe nacional (1980), versión de Stranitzky, de Friedrich Dürrenmatt. Con las obras de Asturias, Buenaventura y Dürrenmatt, Giménez anunció la realización de una trilogía sobre el poder en América Latina, para reafirmar su proyecto teatral latinoamericano. Ni en temática ni en lenguaje escénico esos trabajos estuvieron en la perspectiva de lo que fue El coronel no tiene quien le escriba (1989), a partir del texto de Gabriel García Márquez.
Un repertorio ecléctico y poco vinculado con la dramaturgia nacional no supuso un compromiso con el texto dramático, aunque sí un propósito formal coherente en el lenguaje escénico. Giménez insistirá que él y Rajatabla buscaban “codificar”. En la tradición del texto como pretexto, las versiones sirvieron para que el director tuviera mayor libertad en la representación; por eso, se habituó a composiciones escénicas estereotipadas para personajes y actores, y la frecuencia de los tableau sustituyó el proceso actoral de composición interior. Además, fue ostentoso su disfrute sensorial en producciones saturadas de imágenes barrocas y poco conceptuales.
Foto: Miguel Gracia.
Señor Presidente y El candidato fueron dos espectáculos luminosos por sus signos de modernidad. Empleó algunos elementos escénicos desarrollados por Bread and Puppet Theater y Le Théâtre du Soleil: mesas como tarimas y muñecos que permitían representar en la representación. El uso de grandes marionetas en El candidato se correspondió con el modelo universalizado por Peter Schumann y Arianne Mnouchkine. En la obra de Buenaventura dispuso a los espectadores en dos niveles, con el mismo esquema de 1793 (1972), de Mnouchkine, para facilitar la visión de las grandes marionetas que desfilaban como en 1789 (1970), también de ella.
Giménez empezó a modelar su estilo escénico en correspondencia con algunas convenciones internacionales propias de los festivales. La imagen exótica y barroca fue frecuente, como la imaginaría escénica para un texto débil, La muerte de García Lorca, o los rasgos expresionistas empleados en el maquillaje y la iluminación de Señor Presidente. Fue la manera de crear imágenes escénicas apropiadas para su proyecto de una estética teatral latinoamericana. Al mismo tiempo, estereotipó a sus actores con actitudes hieráticas y una retórica engolada para los textos, y formuló algunas iconografías básicas: la plástica del tableau, el movimiento compulsivo y la mirada congelada entre otras. Otro rasgo fue el uso instrumental del actor, que no constituía un intérprete del personaje, sino un útil integrado al conjunto de la puesta en escena. Con ello, en poco tiempo consolidó un esquematismo técnico poco evolutivo.
El espectáculo más rico fue La muerte de García Lorca (1979), de José Antonio Rial, un autor con poca raigambre en la dramaturgia venezolana. En 1982, estrenó Bolívar, del mismo autor, ad hoc con el bicentenario del nacimiento de Simón Bolívar; y en 1987, Cipango, también de Rial, con una temática próxima a los quinientos años del Descubrimiento. La obra sobre Lorca, cuyo título es emblemático, fue muy oportuna en la España pos Franco, tanto así que la revista española Pipirijaina le dedicó los números 7 (06/78) y 23 (07/82) con el financiamiento de empresas e instituciones venezolanas. El universo poético lorquiano permitió a Giménez maximizar el espectáculo sensorial y barroco, con una música persistente y la profusión de imágenes inspiradas en la iconografía religiosa y lorquiana españolas institucionalizadas.
En el contexto de la decisión del presidente Luis Herrera Campins (1979-1983) de construir una sede para el Ateneo de Caracas, que le fue entregada en comodato en 1983, Rajatabla aseguró su sala propia en el edificio que había sido sede provisional del Ateneo. Al mismo tiempo, aseguró también su primera subvención pública estable. De esta manera, pudo organizar su elenco, dar coherencia al trabajo de dirección y llegar a ser una entidad interlocutora de la cultura venezolana.
La gaviota (1983), de Anton Chejov, y El alma buena de Se-Chuam (1985), de Bertolt Brecht, demostraron cierta inconsistencia discursiva. El nuevo teatro venezolano parecía limitado a promover una nueva generación, según un proyecto profesional tradicional que consolidaba el campo institucional y teatral con Rajatabla y Giménez como sus mentores. No extraña, entonces, su irregularidad artística con aciertos como La Charité de Vallejo (1983), de Larry Herrera, y el desafortunado Memory (1985), del propio Giménez, con textos de Lorca y Whitman.
Rajatabla y Giménez le dieron credencial artística al espectáculo por el nivel de sus producciones, que apoyadas con abundante financiamiento del Estado no escatimaron costos. Respecto al experimentalismo de los sesenta, el estilo no fue un avance conceptual; más bien llevó el experimentalismo a sus máximas posibilidades. Los méritos del montaje del texto de Asturias devinieron fórmulas que dieron pie para hablar de un estilo. La representación como fórmula y no como creación se correspondió con el diseño rectangular y vacío de su sala, que permitió un esquema espacial que se copió a sí mismo. El encasillamiento de Giménez y Rajatabla fue, no obstante, paralelo a su preocupación por un estilo. Por eso dijo:
“Nosotros estamos precisamente tratando de crear un lenguaje estético […] En cambio lo que pasa generalmente con la mayoría de los actores y directores en Venezuela es que no desarrollan un planteamiento estético a largo plazo.” (El Nacional, 20/02/1979)
La búsqueda de un estilo fue, muy probablemente, el gran propósito de Carlos Giménez y Rajatabla. Algo que, para bien o para mal, lograron alcanzar. En el teatro venezolano el estilo Rajatabla tuvo gran influencia en algunos realizadores jóvenes. Fue perfectamente previsible el funcionamiento de sus espectáculos. Giménez fue el director que en Venezuela mejor le aseguró al espectador que no le sería desquiciado su gusto, más allá del asombro que causaban sus despliegues técnicos.
En la década de los ochenta, Carlos Giménez y Rajatabla alcanzaron una proyección y una hegemonía imbatibles. En 1982, con el estreno de Bolívar, de José Antonio Rial, lograron una proyección que los llevó hasta Moscú. Y en Venezuela la opinión los galvanizó. Ambos eran, para buena parte de la crítica, la máxima representación del teatro venezolano, tanto así que quedaban anulados quienes antes y en ese momento trabajaban en la renovación del teatro nacional. Fueron esos años de emergencia de otras propuestas, otras individualidades y grupos, que reaccionaron ante la situación y reclamaron sus espacios.
El director José Simón Escalona fue uno de los que reivindicó el trabajo experimental de una generación en la que él y su grupo Theja estaban comprometidos. En una nota al periodista E. A. Moreno Uribe, Escalona afirmó:
“El señor Moreno Uribe tiene la insensatez de sobrevalorar, con extraña intención, el trabajo de Carlos Giménez, director a quien considero de mi misma generación y por quien guardo también respeto y admiración, pero que esto no me obnubila de colocarlo en la justa posición que desempeña en nuestro teatro. Una cosa es la labor rendida por Giménez desde la dirección de teatro del Ateneo de Caracas, y otra cosa es su valor como artista.” (El Universal, 27/09/1984)
Escalona recordó a buena cantidad de profesionales venezolanos, comenzando por los más importantes dramaturgos, a los que añadió los directores Horacio Peterson, Ibrahim Guerra, Nicolás Curiel, Edgar Mejías, Alberto Sánchez, Álvaro de Rossón, Luis Márquez Páez y Herman Lejter. Según Escalona, el teatro venezolano se caracterizaba “por el experimentalismo, y lo que hizo Giménez al llegar a este país, fue descubrir ese mundo, que lo cautivó y le hizo pedir su naturalización”.
En 1984, Giménez promovió y creó el Taller Nacional de Teatro (TNT); en 1986, el Centro de Directores del Nuevo Teatro (CDNT) con festivales en 1986 y 1989; y el Teatro Nacional Juvenil de Venezuela (TNJV), en 1989. Estos proyectos contaron con el decidido apoyo del Estado, mientras El Nuevo Grupo había cerrado en 1988 por carecer de una subvención adecuada.
El crecimiento de Rajatabla hizo de él algo más que un simple grupo de teatro, para convertirse en una especie de consorcio cultural por el conjunto de instituciones que estaban bajo su influencia y control. Al mismo tiempo, Carlos Giménez fue durante años director artístico del Ateneo de Caracas, y solo renunció a ese cargo cuando su grupo se transformó en Fundación. Por eso, pudo afirmar:
“Insisto en que Rajatabla es un proyecto político e ideológico. Esa es la clave de su éxito. No nos reunimos aquí para satisfacer aspiraciones de tipo personal, sino que entendemos el teatro como un modo de vida muy especial. Una convivencia cuya disciplina es un acto voluntario, donde cada uno se siente realizado no solo como persona sino también como profesional. […] Rajatabla es la empresa cultural más grande de Latinoamérica. Ese es nuestro lugar.” (El Nacional, 28/02/1988)
A pesar de lo ambicioso del proyecto, la estrategia de consolidar un sistema de instituciones teatrales con subsedes en todo el país no tuvo solidez alguna, más allá del apoyo gubernamental del momento. Esto quedó demostrado con la muerte prematura de Carlos Giménez, a comienzos de 1993, ya que desde entonces esos proyectos, sin un liderazgo artístico y político reconocido y respetado por las instancias de poder, poco a poco fueron perdiendo resonancia.
No nos hemos bajado los pantalones ante ningún gobierno, y si es necesario, nos cagamos en el ministro de turno. Carlos Giménez (El País, 02/11/1989)
En el libro publicado, en 1991, por sus veinte años, el director del Centro de Documentación Teatral de Madrid y de sus revistas El Público y Pipirijaina, Moisés Pérez Coterillo, vio a Rajatabla “en el contexto del teatro del siglo XX”, ubicando apresuradamente al grupo en la realidad venezolana, “donde no existía sino un desierto teatral hace veinte años”:
“Rajatabla ha demostrado en dos décadas de existencia tener un perfecto sentido de la orientación en el proceloso y desconcertado piélago de corrientes teatrales contrapuestas. Sabe sumar, aprender, incorporar, reinventar, sorprender. Sus gentes conocen el riesgo y la audacia. Ya la practican todos los días, pero al mismo tiempo escriben con caligrafía personal su propio concepto del teatro.”
Rubén Monasterios acuñó el término “estética del poder”. Refiere algunas puestas en escena importantes de finales de los sesenta, “que no reflejaban específicamente la cultura juvenil emergente en la época”. Ante esta realidad:
“La imagen del poder siempre aparece cargada de sexualidad; buena parte de la influencia que ejerce tiene fundamento erótico; el poder es el macho supradominante, provisto de una mentula implacable e infatigable; los demás son sus hembras, o castrados que propician el simbólico ayuntamiento del hombre con el colectivo sometido; pero no dejan de figurar en esta dinámica señales de rebelión.”
Sin duda, el poder fue una obsesión de Carlos Giménez, con resultados concretos en proyectos hegemónicos y en sus vínculos con éste:
“A mí me han ido aceptando, incluso a nivel político. Soy muy amigo de Carlos Andrés Pérez, un tipo que me nacionalizó por decreto, y me condecoró con la Orden Francisco de Miranda. Es un loco maravilloso… y si gana su partido quiere que me ocupe de la Dirección Nacional de televisión. Sé que en ese país tengo muchísimas cosas para hacer y eso me entusiasma.” (Humor, 26/09/1893, vol. 112, Ediciones La Urraca, Buenos Aires)
Esos vínculos con el poder los reafirmó en unas declaraciones a El País de Madrid: “No nos hemos bajado los pantalones ante ningún gobierno, y si es necesario, nos cagamos en el ministro de turno”. (El País, 02/11/1989)
Festival Internacional de Teatro de Caracas
Los festivales internacionales de Caracas surgieron por el encuentro de Carlos Giménez y Luis Molina en Puerto Rico, con motivo del I Festival Latinoamericano de Puerto Rico (1971), en donde ambos hablaron sobre la posibilidad de hacer uno en Caracas aprovechando la experiencia de Molina, quien dirigía el de la isla. Aunque el primero fue en 1972, antes del primer boom petrolero de 1973, a partir del segundo, en 1974, primer año del gobierno de Carlos Andrés Pérez, el evento comenzó a ser un espectáculo con implicaciones políticas, porque ningún gobierno quiso deslucirse ante los niveles alcanzados por el festival anterior. Además, las condiciones internacionales en las que la democracia venezolana, sólida, boyante y generosa, era casi una isla en un continente plagado de dictaduras militares, hizo que el festival fuese un lugar de encuentro libre de los teatristas latinoamericanos en diálogo con el teatro del resto del mundo. Así, las condiciones políticas, materiales y culturales garantizaron su éxito, que se prolongó hasta comienzos del nuevo siglo, a pesar de decaer un poco tras la muerte de su creador.
La estructura del festival fue, en sus grandes lineamientos, la siguiente: una amplia representación internacional, en la que la participación europea dominó por su calidad, una representación latinoamericana y de otros continentes, una sección para el teatro venezolano y reuniones y exposiciones con el nombre general de Eventos Especiales. Carlos Giménez consideró superfluos los coloquios que se realizaban desde el II Festival en 1974:
“Para ese próximo festival [se refería al de 1983, con motivo del bicentenario del nacimiento de Simón Bolívar] habrá que pensar en la eliminación de los coloquios, esas reuniones de discurseadores teóricos.” (Diario de Caracas, 02/08/1981)
Esta aspiración finalmente no se cumplió y en los festivales siempre hubo seminarios, coloquios y congresos en los que participaron desde Peter Brook hasta Marco Antonio de la Parra y una variopinta cantidad de críticos, académicos y creadores venezolanos. Uno de particular importancia, sobre teoría teatral, tuvo lugar en 1990, organizado por el Instituto Internacional de Teoría y Crítica de Teatro Latinoamericano con la participación de académicos e investigadores de Canadá, España, Italia, Chile, México, Argentina, Alemania y Venezuela.
El primer festival, en septiembre de 1973, tuvo dos propósitos, según sus organizadores: ofrecerle al público venezolano los trabajos que se realizaban en América Latina y abrir la posibilidad de un diálogo entre los hombres de teatro. Lo organizó el Ateneo de Caracas con el auspicio del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, y fue dirigido por Carlos Giménez y Gerald Huiller. Hubo un encuentro con la nueva canción latinoamericana, un foro internacional de teatro y varias conferencias. En la evaluación, Orlando Rodríguez destacó la importancia del conocimiento mutuo del teatro continental; a Manuel Trujillo le produjo la sensación de estar politizado y comprometido. El director y actor Igor Colina tuvo la opinión discordante:
“No estaría completamente de acuerdo con la institucionalización de un festival internacional de teatro, si antes no se procede a la institucionalización efectiva y productiva de un festival nacional de teatro que abra sus puertas a todas las manifestaciones teatrales, con el fin de ir sentando las bases de esa unidad, de esa conciencia crítica.” (Programa del Primer Festival Internacional de Teatro)
La participación nacional siempre fue objeto de conflicto, fuese por la forma y el tipo de participación, por los evidentes desniveles ante los grandes espectáculos internacionales o por el escaso público que asistía a sus representaciones. Después de todo, la participación venezolana era con espectáculos que habían tenido o tendrían sus temporadas, por lo que el público prefería entrar en contacto y conocer el aliento internacional de los grupos visitantes. Sin dejar a un lado problemas internos endémicos del movimiento teatral, como lo registró la revista Escena, con motivo del II Festival Internacional en agosto de 1974:
“Es natural que en un movimiento teatral que no cuenta con una organización que reúna los distintos grupos –en la cual se tomen las decisiones que afectan al movimiento en su conjunto– se produzcan situaciones conflictivas a la hora de tomar estas decisiones. Siempre la selección de los grupos, la representación, la elección de las salas y horarios y, en general, la forma de participación será problemática mientras el movimiento teatral venezolano no fije los criterios que regirán estas decisiones.” (Escena, Nº 1, octubre-noviembre 1974)
La fiesta internacional siempre fue analizada por la crítica a la luz de la situación del teatro nacional en momentos cuando Venezuela deslumbraba por su democracia y su petróleo. Con motivo del III Festival, con mayor participación internacional, se insistió en lo mismo:
“Se replantea nuevamente la desproporción entre un festival internacional de gran esfuerzo material y humano y el desamparo crónico de los grupos nacionales.” (Escena, Nº 7, junio 1976)
Siempre estuvo en el aire la pregunta de cómo se insertaban los festivales internacionales en la situación del teatro nacional y si se correspondía con una política teatral de los entes oficiales. En una atmósfera de rezago cultural generalizado en el continente, resultado, en buena medida, de unas políticas e inversión cultural insuficientes, era lógico esperar un enfoque similar para el teatro. Por eso en el III Festival se celebró una Conferencia Internacional del Teatro del Tercer Mundo, con más de ochenta participantes de treinta países. Allí se abordaron temas disímiles, desde los concernientes a las culturas nacionales y su identidad hasta la censura, el teatro infantil y universitario y la investigación semiológica. La conferencia sirvió de catarsis sobre la situación de los artistas de países en dictadura, sin mayor precisión conceptual sobre asuntos culturales vinculados a problemas mayores del subdesarrollo, la condición poscolonial, el estatus de las culturas periféricas, etc.:
“Los problemas de fondo del teatro, de sus formas, de sus limitaciones reales y de sus alcances fueron evadidos continuamente, bajo el pretexto de la falta de tiempo. Nadie discutió nada.” (Milagros Rodríguez, Escena Nº 7)
En este contexto, el Teatro de las Naciones tuvo su IV Sesión Mundial en Caracas, en 1978, y el festival cambió radicalmente y se convirtió en el evento cultural más importante del país con las consiguientes implicaciones políticas.
La IV Sesión tuvo lugar en un año electoral, en el que comenzaba a ser cuestionada la ideología y el despliegue espectacular de la Gran Venezuela aupados por el petroestado. Participaron treinta y siete agrupaciones que le mostraron al espectador lo que era el teatro del mundo. En los eventos especiales, lugar privilegiado ocuparon los coloquios sobre la dramaturgia y la crítica en América Latina, las corrientes estéticas y su introducción en América Latina, la confrontación del teatro del Tercer Mundo y el espacio teatral, en los que participaron Richard Schechner, Josef Svovoda, Peter Brook, George Banú, Emilio Carballido, José Ignacio Cabrujas, César Rengifo, Ricardo Monti y Manuel Galich, entre muchos otros.
El V Festival tuvo lugar en el comienzo de una década que se presagió exitosa, y una de las actividades centrales fue un foro sobre las perspectivas que ofrecía. La presencia de Nuria Espert, Jorge Lavelli y Arthur Miller animó las reuniones. Fue un festival en el que se destacó la investigación, como lo declaró Carlos Giménez:
“Este festival está dedicado, fundamentalmente, a la investigación integral […], son todas compañías que trabajan desde hace años tratando de desarrollar un discurso estético que constituye el testimonio de una labor realizada en un tiempo y espacio determinado.”
En este contexto se planteó una discusión en torno a los festivales nacionales, cuyos tres primeros habían tenido lugar en 1959, 1961 y 1967, y el cuarto en 1979. Los gremios exigían un tratamiento económico e institucional similar. El patrocinio estatal que comprometía a la persona del Presidente de la República no fue obstáculo para que el festival internacional fuese un evento inmerso en la polémica. Cuando se celebró su sexta edición, en el marco de la programación del bicentenario del nacimiento de Simón Bolívar, en 1983, fueron claras las posiciones en pro y en contra. Quien primero se manifestó fue Javier Vidal:
“Siempre he estado en desacuerdo con los festivales internacionales celebrados en Caracas, porque me parecen un despilfarro saudita. Ha pasado una década desde la celebración del primero de ellos y aún no existe una infraestructura teatral en el país. Fuentes fidedignas del bicentenario me dijeron que el festival le cuesta al Estado venezolano un mínimo de un millón de bolívares diarios, algo insólito si pensamos en que se trata de apenas 15 días, en que participa un número de grupos de los cuales solo 3 ó 4 sirven o sorprenden, que son vistos por una élite, pues en la mayoría de los casos debido a los escasos días de las presentaciones son los hombres de otros países los que tienen acceso a dichos espectáculos. Estos festivales no le interesan al público ni al hombre de teatro nacional. ¿Cuál es la idea? ¿Pretende Venezuela crearse una imagen de intelectual o de brutos que no saben manejar su petróleo ni su democracia?.” (El Universal, 24/03/1983)
La opinión de Vidal, enfocada en la recepción y repercusión del evento en el espectador venezolano, no fue compartida, por supuesto, por los organizadores, entre ellos Luis Molina, director del CELCIT y responsable de los eventos especiales:
“No creo que el teatro venezolano del año 83 sea el mismo de cuando comenzaron los festivales en el 73. Los hombres de teatro de Venezuela han visto nuevas técnicas, han conversado con las personalidades teatrales más destacadas del mundo que han pasado por aquí y eso, indiscutiblemente, deja huella.” (El Diario de Caracas, 14/04/ 1983)
Una opinión similar manifestó, como era de esperarse, Carlos Giménez, para quien su realización debería ser institucionalizada por el Estado por sus beneficios al país:
“El VI Festival es un hecho concreto, organizado, vital y eso a mí me conmueve profundamente. Estoy siempre en el filo de la navaja, tal vez por eso me conmueve tanto. Siempre pienso ¿seguiré o no? Y uno va encontrando respuestas a esa reflexión a medida que transcurre el festival. El centimetraje de publicidad gratuita que tiene Venezuela en el exterior con el Festival, no podría pagarse con el presupuesto entero del Ministerio de Información y Turismo.” (El Nacional, 07/05/1983)
La discusión estaba planteada con motivo de un festival muy especial, no solo por ser parte de la programación del bicentenario, sino porque 1983 fue un año electoral, igual que 1978. El dramaturgo Edilio Peña consideró el asunto con un criterio más político:
“[El festival] ha unidimensionado y personalizado la estética del teatro venezolano. Pareciera que ante el mundo el teatro venezolano es el grupo Rajatabla y Carlos Giménez; eso es sumamente peligroso, inclusive para el mismo Rajatabla y para Giménez como director y miembro de AVEPROTE. Es más, durante los meses de organización y celebración del festival, pareciera que Giménez tiene más poder de decisión y de conducción de la política teatral nacional que AVEPROTE, y eso es sumamente peligroso. […] AVEPROTE debe hacer entender al CONAC, a la Presidencia de la República y a las instituciones del Estado que si hubo dinero para el festival internacional, tiene que haberlo para el festival nacional.” (El Diario de Caracas, 17/08/1983)
El VIII fue inaugurado en 1989 por el Berliner Ensemble con una nueva producción de La ópera de tres centavos. Era la primera vez que la agrupación fundada por Bertolt Brecht salía de Europa,
El crecimiento exponencial de los festivales internacionales pareció no tener límites. El VIII fue inaugurado en 1989 por el Berliner Ensemble con una nueva producción de La ópera de tres centavos. Era la primera vez que la agrupación fundada por Bertolt Brecht salía de Europa, seguramente porque había caído el muro de Berlín. Deslumbró el Katona Jozsef de Budapest con El inspector, de Gogol, y Las tres hermanas, de Chejov. En este festival tuvo lugar un Seminario Internacional sobre Teoría teatral, organizado por el Instituto internacional de Teoría y Crítica Teatral que dirigía el profesor Fernando de Toro, de Carleton University. Durante el evento se entregó por primera vez el Premio Internacional de Teatro Simón Bolívar a Moisés Pérez Coterillo, por la edición del Inventario teatral de dos mundos. Fue parte del proyecto de relanzar al festival como un evento globalizador. En 1978, fue el primero, con motivo de la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones en el contexto de la Gran Venezuela. Ahora, en el segundo mandado de Carlos Andrés Pérez se pretendió lo mismo.
Quien así lo planteó fue el Ministro de Cultura y Presidente del CONAC, José Antonio Abreu, para quien el festival se insertaba en la política de integración cultural de América Latina, parte de la política exterior del Estado venezolano. Por eso, el festival debía tener todas las garantías para cumplir con ese cometido:
“Cuando hablamos de que Fundateneofestival va a ser una institución permanente, quiero decir que desde el siguiente día que haya concluido el Festival, CONAC y Fundateneofestival enviarán misiones pedagógicas al exterior para intercambios con compañías europeas y de Latinoamérica; sistemas de pasantías y una serie de vertientes de estímulo al creador dramático.” (Programa general del 8 Festival Internacional de Teatro, p. 3)
Era una preparación anticipada para la IX edición del Festival en 1992, con motivo del V Centenario de 1492. Este festival se desbordó a sí mismo y el país se olvidó por unas semanas de la gravísima crisis política e institucional que vivía por el intento de golpe de Estado perpetrado por Hugo Chávez el 4 de febrero. Fue este el último festival dirigido por Giménez y se inauguró el 4 de abril. Veinticuatro países con treinta y siete espectáculos, veintitrés grupos nacionales, programaciones de danza y los seminarios y encuentros organizados por el CELCIT concentraron la atención nacional.
Hubo eventos de toda índole: una reunión sobre la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe, el Encuentro Iberoamericano de Periodismo Cultural que creó una Agencia Iberoamericana de Periodismo Cultural, el II Encuentro de Directores de Escena, el Congreso Internacional de Dramaturgia, el Encuentro Teatro del Mediterráneo–Teatro de América Latina, y el Premio Iberoamericano de Dramaturgia Infantil. Todo ello alrededor del Teatro de Arte de Moscú con Jardín de los cerezos, la visita de Bibi Andersson, bautizada madrina del Festival, y la extensión del festival a cinco ciudades del interior del país.
Ante la inminencia del Festival y sin removerse los escombros materiales y políticos del intento de golpe de Estado, opiné:
“En los últimos meses ensayamos el suicidio social, para querer ahora aparentar otra cosa. No atinamos entonces a representar con lucidez nuestros días. Nos dan por remedio la distracción, la escenografía en las calles para recibir a Mr. Marshall. En la película sabíamos lo que escondía la escenografía, y el huésped no la vio porque pasó demasiado rápido. Dejó el polvo en el camino. Ese polvo casi lodo, el de la fiesta, quedará cuando regresemos a la vida cotidiana. Para evitar sorpresas me ocuparé sólo de aquellos con quienes comparto nuestros desencuentros y nuestros desacuerdos. El resto es fantasía; quizás una buena ocasión para revivir relaciones públicas. En estos días me ocuparé sólo del teatro venezolano, porque no tengo otra cosa que me interese y me compete.”(El Nacional, 27 de Marzo de 1992)
La respuesta de Carlos Giménez no se hizo esperar y puso los puntos sobre las íes:
“Yo no voy a permitir que ningún oportunista ande diciendo que nuestra fiesta es un lodo. Y creo necesario aclarar que el señor Azparren trabajó en el festival y cobró por hacerlo. Y como si esto fuera poco, fue a costa del festival que él hizo sus contactos con sus amigos de las universidades canadienses, para escribir su historia del teatro venezolano. Este libro, a propósito, por venir de quien viene habría que quemarlo en una plaza pública para que nos abandonen todos los demonios.” (El Diario de Caracas, 02/04/1992).
Los preparativos para la siguiente edición del festival, la décima, no se hicieron esperar, y Giménez anunció:
“En el próximo festival estaremos desbordados mil veces más; la gente quiere volver al festival. Ya están firmadas cartas de intención para 1994. Strehler ofrece venir con dos o tres estrenos del Piccolo Teatro de Milano.” (Diario del Festival Nº 15, 18/04/1992)
Carlos Giménez murió a comienzos de 1993. El último gran Festival Internacional de Teatro de Caracas tuvo lugar en 2006. Posteriormente se realizaron algunos intentos de mantener el festival en un formato más acotado, en 2012, 2013 y por último, en 2015.
©Trópico Absoluto
Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).