Tengo una enorme predilección por los parques citadinos. Nací en Angostura en los cincuenta al tiempo que en la nueva Ciudad Guayana se iniciaba la construcción del Parque La Llovizna. Recuerdo que en aquellos tiempo preparábamos el exilio familiar hacia Caracas cuando sucedió la tragedia de los maestros en 1964, un grupo del Ministerio de Educación en visita al parque colapsó la resistencia de uno de sus puentes colgantes, muriendo varios educadores. Con el Grupo Theja visitábamos dos y tres veces al año la hermosa Ciudad Guayana y sus teatros, el de Sidor, Venalum y el Teatro de Piedra del Parque La Llovizna. Guayana bajo la administración de la CVG era una corporación humanista cuyo slogan prometía la Conquista del Sur, un nuevo “El Dorado” pero esta vez del hierro y el acero. La cultura y la recreación urbana formaban parte de los programas de calidad de vida y mejora profesional de los obreros de la gran industria guayanesa. Hasta novelas grabé en aquellos escenarios diseñados sobre los espacios naturales por arquitectos como Rafael Mendoza Olavarría y Jesus Tenreiro entre muchos otros.
En los 70 me mudé a Parque Central, la nueva manera de vivir en la Caracas cosmopolita de sus buenos tiempos, un proyecto urbanístico de los arquitectos Henrique Siso Maury y Daniel Fernández-Shaw. Al mismo tiempo de mi primera visita a New York, y adentrarme en el Central Park de los adelantados arquitectos del siglo XIX Law Olmsted y Calvert Vaux, un lugar donde siempre regreso para recargarme de energía, como me sucede con los ríos Orinoco y Caroní. Lugares que son mis atalayas.
Pero en Caracas hay un hermoso parque que recuerdo como garantía de salud espiritual y física, el Parque del Este del genial artista brasilero Roberto Burle Marx en asociación con Fernando Tábora, John Stoddart y el botánico Leandro Aristiguieta, un espacio de una belleza excepcional hoy día descuidado. Guardo una vieja anécdota de cuando estudiaba mi primer año de bachillerato en el liceo Andres Eloy Blanco de Catia. Una excursión estudiantil nos llevó al parque y varios alumnos de mi clase, escapados para ver nuevamente el cielo del Planetario Humbolt perdimos el autobús escolar. Caminamos desde el Este al Oeste incansablemente, bajo las estrellas y las luces citadinas para llegar al liceo a media madrugada, una aventura de adolescentes con el consiguiente castigo por “joder el parque”.
A inicios de los 80 conocí Las Vegas, en Colorado de norteamerica, el parque más insólito del mundo, no solo porque se convirtió en un oasis dentro del desierto, y no me refiero solo a palmeras, dátiles y agua, sino a sus fantásticos espejismos entre hoteles, el juego, la juerga, el sexo, los conciertos, el Circo Du Soleil.
Estos ultimos años visitar Madrid es para mi un ritual, no solo porque parte de mi familia vive allá, sino porque el parque El Retiro se convirtió en un lugar donde logro sostener la esperanza.
Los parque siempre me atraen a pesar de sus peligros o tal vez precisamente por ellos. Asi como en los 60 la tragedia de La Llovizna marcó para siempre mi memoria, y en los 70 las oscuridades del pervertido Central Park de New York que lo convertía en no recomendable; como el miedo a perderme en los vicios ochentosos de Las Vegas, huir en los 90 de Parque Central ante la avalancha de la delincuencia y el deterioro de lo que fuera un paraíso social y cultural; hasta alejarme con el nuevo milenio de la descomposición del hermoso Parque del Este de mis sueños. La tesis de que nuestra ciudad no necesita un parque grande porque tenemos El Avila, me parece mezquina, engañosa, discriminatoria, aterradora. Estos días regresé a El Avila, visité el renovado Hotel Humbolt, una aventura estrambótica que nos recuerda que todo espacio es posible conquistarlo para el esparcimiento. Ojalá pueda sostenerse y que sea accesible a toda la población, allá me sentí cerca del cielo y reviví la emoción de tener mi hogar en esta ciudad que hice mía para siempre desde que llegué con mis padres y mis ilusiones artísticas como equipaje. Hoy también extraño los paseos por El Retiro y ruego porque a pesar de sus incómodas gitanas que te persiguen para adivinarte la fortuna, las ciudades no pierdan la oportunidad de humanizarse con los parques recreativos, conjunto de naturaleza y diseño de los grandes arquitectos que nos hacen la vida mas grata dentro de las selvas de concreto que son nuestras urbes. Caracas necesita urgente no joder más el Parque del Este, retomar sus cuidados, su diseño y lograr ampliarlo hacia el espacio de La Carlota.
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