“ENCIERROS”
El huracán Hugo me sorprendió en septiembre de 1989 en Puerto Rico, era mi segunda experiencia, pues durante el año 1979 ya había sentido los coletazos del huracán David en la Isla del Encanto. Con David, la irresponsabilidad de los veinte años me llevó a la calle por la curiosidad de ver la tempestad. Por fortuna no fui una de las víctimas de la isla, pero estuve a punto de ser arrastrado por los fuertes vientos, o golpeado por los objetos que volaban y chocaban contra todo lo que se mantenía en pie. Vi las olas enormes que cubrían el puente de la Avenida Ashford entre el mar y la Laguna del Condado, donde quedaba el hotel en el cual residía temporalmente por mi trabajo en televisión. Una mano fuerte y viril me rescató de aquel vendaval espantoso, amarrándome a una cuerda que estaba sujeta a uno de los pilares de la fachada del hotel. Una locura de juventud que aun hoy, cuando lo cuento, me vuelve el susto.
Hugo fue peor, me alojaba en un lujoso edificio de Isla Verde, en la planta baja, con salida directa a la hermosa playa privada de la residencia. Xiomara Moreno y Luis Fernández habían viajado hasta San Juan a pasar unos días conmigo, pues Xiomara había quedado encargada del Grupo Theja y teníamos que planificar la temporada siguiente del Teatro Alberto de Paz y Mateos como sede de la agrupación. El anuncio del huracán y sus previsiones nos obligaron a evacuar el apartamento playero, fuimos a registrarnos en la sede diplomática venezolana de la Isla, y nos recomendaron un hotel fortaleza nuevamente del Condado, cerca del Consulado. El hotel tenía instalaciones anti huracanes, un enorme salón destinado a proteger a los huéspedes, con atenciones de agua, comidas, mantas y lugares de descanso. Fuimos confinados durante más de 48 horas.
Aquel encierro nos agotó. Estuvimos aterrados escuchando los espantosos ruidos del paso del huracán. El crujir de los ventanales, los estallidos de los cristales, el temblor de toda la estructura, los silbidos del viento que se cuela por cualquier rendija. Xiomara es una mujer de hierro, nos sostuvo en todo momento a Luis y a mí. Su fuerza nos impidió derrumbarnos del miedo. El muy joven Fernández se ensimismó con sus audífonos, aislado en la música de su casetera. Su mutismo parecía el de una estatua, hermoso en su pálido rostro adolescente. Inmóvil como una piedra. Fuimos los primeros en salir a la calle, nos impresionó ver los destrozos de las edificaciones y las avenidas. La ciudad estaba devastada, los apartamentos derruidos, saqueados por las fuerzas violentas del torrencial. Seguíamos enmudecidos.
Aquella experiencia me pareció un presagio, decidí cerrar el contrato con la empresa productora de Puerto Rico, regresar a tierra firme con mis compañeros de teatro y dedicarme a la reconstrucción del Alberto otorgado en comodato oficial por 20 años. El teatro lo recibimos abandonado, lleno de basura, saqueado por otras fuerzas no naturales. Habíamos vivido El Caracazo a inicios de aquel siniestro 1989. Veníamos de dos infiernos. Levantar de nuevo el Alberto de Paz y Mateos fue una misión motivadora, titánica. Accedí a la contratación como Escritor de Marte TV, una naciente empresa productora independiente, que con mi dedicación llegué a presidir. Ambos fenómenos, de la naturaleza y de la convulsa situación política y social venezolana nos reclamaron acción, levantarnos de los destrozos. Sobre el caos caraqueño y puertorriqueño nos reconstruimos.
Por estas fechas se cumplen veinte años del mayor ataque terrorista de la historia moderna, el atentado de las Torres Gemelas del Word Trader Center de New York. Un lugar que conocía y disfrutaba, pues había cenado en el restaurante de las alturas y vi un nuevo mundo desde aquellas ventanas. Un mundo que se abrió a mi imaginación con la misma fuerza del caudal del Orinoco que vigilaba desde el patio de piedras de mi casa en Angostura.
Mis primeros encierros de niño tenían que ver con mis insolaciones, no por castigo, sino por las fiebres de la calentura, la cura en la oscuridad de la habitación y las compresas de hielo. Yo disfrutaba de las ensoñaciones del delirio pero también de las atenciones de mamá, de mi abuela, de mis hermanas, echado en la cama, victimizado por fuerzas misteriosas que rezaba mi abuela con sus ensalmes de sabiduría indígena.
El encierro de los reos en “El milagro de la rosa” de Jean Genet según el montaje del Theja (1996) en versión de Javier Moreno y dirección de Angélica Escalona, es una obra donde el sexo y el amor se presentan en sus contrastes extremos; la violencia y la catástrofe frente al rito de toda iniciación, del porvenir. Trances de esas contraculturas europeas y norteamericanas que nacen en el siglo XX y que son premonitorias del atentado a los Torres Gemelas al inicios del siglo XXI.
También el montaje de “Prometeo encadenado” (2004) y su prisión por darle el secreto del fuego a la raza humana. Castigado a perder y renacer del hígado devorado por un cruel tirano. Contraste entre la luz y la oscuridad que nace con la historia humana.
Nunca sentí un encierro tan frustrante y complejo de sobrellevar como el de esta pandemia que nos azota. Esa fuerza oscura de la naturaleza, pero acompañada de la violenta realidad sociopolítica de nuestro país. El sábado pasado, acompañado de la juventud y el impulso de Luis Olavarrieta, luego de echar gasolina al auto con su consabida cola y dar un paseo de reconocimiento a la nueva urbanización Las Mercedes de Caracas, fuimos a la terraza del Hotel Tamanaco, ahora sin la franquicia Intercontinental por no cumplir con las normas de calidad de la cadena hotelera internacional. Un símil del país. Nos acogió una trascendente conversación bajo una tarde gris, contrastante entre el oscuro de las nubes y la esplendente luz del cielo en competencia de ánimos. La tarde gris en el morichal de la canción de Nestor Zavarce, testigo de nuestras angustias, de nuestros empeños por encontrar auspiciosos vientos. Sé que tenemos que rehacer nuestras expectativas, un tema recurrente en mi teatro. Sé que el encierro que padecemos nos obliga a reflexionar, nos demanda nuestra mejor versión de nosotros mismos, de la Fe, del Sí como confirmación de nuestras aptitudes, de la constancia como norma y disciplina de nuestros talentos. Todos tenemos que aportar, algo que ayude a alejar los nubarrones de los huracanes y abrir paso a la constructiva luz.