Vivir en un Hotel
Me encantan los hoteles. Supongo que esta aficción me viene de mis padres y los viajes turísticos por toda Venezuela. Mi padre era educador, y el Ministerio tenía un plan vacacional para maestros y profesores. Los paseos se planificaban hasta dos veces al año, durante las vacaciones escolares, que en otras latitudes llaman de verano, y en el receso de las fiestas decembrinas. Un acuerdo oficial con la cadena de hoteles de la Corporación Nacional de Hoteles y Turismo CONAHOTU, creada por los años 50, fomentaba la hospitalidad a bajos precios y cómodas cuotas en base a los sueldos de los maestros. Se inauguraban los hoteles y mis padres ya querían visitarlos. Contábamos con un nuevo destino.
El Hotel Maracay se inaugura en 1957, diseñado por Luis Malaussena, con la contribución de los arquitectos alemanes Federico Beckhoff, Klaus Heufer y Klaus Peter Jebens. El mismo grupo de profesionales que ya había inaugurado en 1955 el Hotel Macuto de la Guaira, otro hito de aquellos tiempos.
Conocer el Hotel Maracay durante mi infancia fue descubrir el glamour. Llegamos exhaustos del largo viaje en la ranchera familiar desde Ciudad Bolivar, luego de hacer una visita a parientes paternos en Los Teques, parada obligada, y pasar una noche en Caracas con mis tíos Ramón y Carmen Luisa, hermana mayor de mamá, que vivían en Quinta Crespo. Mi tío Ramón me descubrió la Avenida Urdaneta, que merece otra memoria. Lo primero que recuerdo del Hotel Maracay era su enorme letrero, que tanto me costó deletrear a tan corta edad, pero la ayuda del profesor de Castellano y Literatura era mi internet. Papá sabía de todo. Me reveló el origen del nombre del Hotel, el indio Maracay, y cuando me quedé petrificado ante un mural homónimo de Pedro Centeno Vallenilla, uno de mis artistas favoritos, a pesar de lo que puedan decir algunos críticos mezquinos y malas lenguas; mi padre evadió clasificarlo y me apuró el paso. Pero ya había quedado prendado de la imponente figura del indio, musculado, mitológico, tocado de plumas, tensando un arco con su flecha, rodeado de la exhuberancia frutal, floral y rocosa a su alrededor contra un cielo al ocaso. La arquitectura, el arte, los campos verdes que rodeaban la edificación, ese paisajismo de sus jardines y correrías me dejaron extasiado. Podría recordar la piscina y mi fobia a las aguas estancadas, pero aquel urbanismo creado para el esparcimiento, desde la imaginación de los arquitectos, del pintor y las atenciones de los botones, las camareras, los impolutos meseros de los restaurantes y la elegancia de los huéspedes me reveló completamente mi encantamiento por los hoteles.
La inquietud y pasión de mis padres por los viajes me llevó a conocer casi todos los hoteles de la corporación nacional. El Prado Río de Mérida con frios riachuelos y frailejones. Del Lago en Maracaibo, en la ciudad del Teatro Baralt, el Mercado principal y el majestuoso Puente sobre el Lago inaugurado a prin cio de los 60. El Tama en san Cristóbal, Hotel Llano Alto en Barinas, Bella Vista de Margarita con el mar Caribe de ciclorama al igual que el Macuto Sheratón de La Guaira y hasta el frondoso Hotel Avila de los famosos carnava les con sus confusas “negritas” y sus ¡a que no me conoces! Lugares paradisíacos donde nos recibieron como huéspedes en sus lujos.
Pero hay dos hoteles en mi país que son mi residencia ideal, el Guayana y el Tamanaco, ambos de la cadena Intercontinental. El primero porque está en el entorno del Parque La Llovizna, su ubicación y belleza paisajística es para mi atávico. Y el Tamanaco porque fue un lugar pleno de estrellas desde que arribé a la farándula caraqueña; la parte exquisitamente frívola de mi vida.
Sin embargo, fue el Hotel Caracas Hilton donde habité durante los años juveniles, pues aunque mi residencia formal estuvo en el Tajamar de Parque Central en los 70, todo lo hacía en el Hilton, al tempranbo estilo Hilton. Cenaba los fines de semana, me citaba para los encuentros de trabajo en sus restaurantes, me encantan los desayunos de los hoteles; asistía al Gimnasio, a la Cota 880 del último piso del edificio original, a todas las barras, al café del Lobby, las fiestas temáticas, festivales y presentaciones de prensa de mis lanzamientos de televisión, además de mis aventuras eróticas clandestinas que me llevaron a las camas de sus habitaciones, en especial a las del edificio norte con sus espectaculares vistas al Avila. Ahí la cosa se ponía facilita. No hay quien aguante una petición lujuriosa con el telón de fondo de la montaña mágica. Desde sus ventanales soñaba una noche más romántica que casual, una noche de verdadero amor en el cielo, sin vacíos, en el fantasmal Hotel Humboldt, hoy día remodelado y en radiante funcionamiento, que bien vale una exclusiva.
Me temo que solo nombrando los hoteles de mi país, me quedé sin espacio para las anécdotas, pero a manera de cierre contaré una.
Era el año 1997, estrenábamos la novela Llovizna, escrita y producida por mi, desde la productora independiente Marte TV para Radio Caracas Televisión, con el debut de la maravillosa Scarlet Ortiz acompañada de mi dilecto pupilo, galán y creador en el Theja Luis Fernández, y por supuesto completando el cartel protagónico Javier Vidal, en su extraordinaria representación de El Zar del Hierro. Se celebfraba la premier con alfombra roja, como tantas otras, en los salones del edificio nuevo del Hotel Caracas Hilton. Una periodista de la farándula capitalina que me tenía una tirría y campaña de desprecio a través de ese tipo de columnas anónimas en la que escriben varios gacetilleros de distintos pelajes, me espetó durante la ronda de preguntas, micrófono en mano, chillona, arrogante: “¡Cómo se te ocurre llamar a un personaje Llovizna, eso es ridículo”! A lo cual contesté con sorna que hoy día desapruebo: “¡Tal como tus padres te llamaron…!” y dije el nombre estrambótico y “ridículo” utilizando su expresión, que bautizó a la periodista. Las carcajadas fueron estruendosas, pero recuerdo con más alegría los aplausos a la proyección del primer capitulo de la gran producción grabada en Guayana y las empresas de la CVG, bajo la dirección de mi gran amigo y admirado artista José Alcalde. Esa noche me quedé en una de las suite, y tuve esa sensación, como tantas otras veces, de querer vivir en un hotel.